La sociedad moderna es una polifonía; algunos dirán que un guirigay, una turbamulta. Igual que la vida al decir de Macbeth: un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia y que no significa nada. Pero hacemos como si significase en tanto que mecanismo de supervivencia puesto que agarrarse a la conclusión de la ausencia de significado es la vía más breve hacia la muerte por resignación. Y en ese afanarse en encontrar el significado de la acción se nos va la vida en una sensación de creciente vacío.
Las palabras, las aladas palabras de Homero, que unen a las generaciones entre sí se desgastan por el uso y por el hecho de que cada generación a su vez, las entienda de forma distinta; como se desgastan las ideas que esas aladas palabras significan. Los hablantes miran en torno suyo y buscan las fuentes de los nuevos entendimientos pero lo que se les ofrece es una inmensa variedad de fenómenos que nadie puede asimilar en su totalidad porque se precipitan a una cadencia endiablada y abarcan desde los descubrimientos científicos hasta los adulterios de los famosos pasando por un golpe de Estado en algún país latinoamericano, un concurso de mises en Otawa, un temblor de intensidad 7.0 en la escala de Richter en Indonesia o el hundimiento del comunismo. Lo fragmentario, lo líquido, lo postmoderno.
Una infinidad de imágenes desfilan ante nuestros asombrados ojos, las cotizaciones en bolsa, las leyendas amerindias, el sexo en Bombay, un salvamento in extremis, un plagio literario, un nuevo modelo de motor, la muerte de una estrella en sentido real y figurado. A todo ello se añade la fascinante noticia de si el modo de presentar las noticias es o no manipulado; y manipulado en favor y en contra de quién. En todo caso así se manifiesta el contexto social en el que nos movemos y con el que interactuamos. Es una realidad polifacética en la que nos perdemos al modo de la escena de los espejos en La dama de Sanghai. Y no vale disparar porque lo hacemos contra vanas sombras, puras apariencias.
Así actuamos en este rincón del mundo al que llamamos "Occidente". Pero hay otras visiones, procedentes de otros puntos del planeta, cosa de la que ya habíamos tomado nota con cierta displicencia cuando las Américas hicieron que nos topáramos con el "buen salvaje", al que fuimos luego encontrando en otros confines, en Australia, Nueva Zelanda y hasta en el África que había sido próvida despensa de esclavos. Pero ese "otro" lo era desde nuestra perspectiva. El Viernes de Robinson. La conciencia contemporánea del otro lo reconoce, en cambio, como persona y se adapta a la necesidad de ser visto por ese "otro" para el cual el "otro" es yo, en función del aviso machadiano de que "los ojos porque suspiras, sábelo bien, los ojos en que te miras son ojos porque te ven".
Alguien ha dicho que la transferencia de la civilización de Europa a América implica un nuevo giro copernicano porque el viejo continente ha dejado de ser el centro del universo y debe contentarse con un sitio en el gallinero periférico. Es muy posible y también lo es que el término "Occidente" se inventara precisamente para ocultar esa transferencia dado que, además, no hay distancias insalvables. Al fin y al cabo ¿qué es América si no Europa al otro lado del Atlántico? Algunos americanos dicen que es más porque en América hay unas aportaciones indígenas que no se dan en Europa; pero lo que sí se da en Europa es esa capacidad tan americana de incorporar todo lo que viene de fuera aunque venga de dentro.
Al seguir la flecha de la civilización en su rumbo a Occidente ésta llega a lo que para nosotros es el Oriente, la China y la India. El centro geocivilizatorio está emergiendo en algún lugar del Pacífico y Europa queda en una región de las que la Unión Europea llama "ultraperiféricas" con el panache europeo habitual. Tal resultado debe de ser producto de la globalización, pero eso no es óbice para encarar el declive europeo. Su manifestación más habitual y persistente es esta crisis tan peculiar como nueva por la que está pasando el capitalismo que, por primera vez en decenios, aparece en peligro de ahogarse en la arenas movedizas en las que habitualmente se desenvuelve.
Los europeos, conocidos por nuestro sincretismo, tenemos que acomodar los nuevos discursos que proceden de los nuevos "otros", que ya no son "buenos salvajes" sino sociedades de alta capacidad tecnológica y que basan su veloz crecimiento en gran parte en la ignorancia de esa clave de bóveda occidental que son los derechos fundamentales. Sociedades cuya enorme productividad, sin posible competencia, amenaza con aniquilar el "modo de vida" occidental por utilizar una expresión tan ambigua que todo el mundo la entienda.
La habilidad para sobrevivir como sociedades occidentales absorbiendo las nuevas pautas, la habilidad para preservarse reformándose radicalmente es la tarea que la filosofía política del futuro tiene que identificar: un ideal cosmopolita realizable, condición inexcusable para alcanzar una civilización universal que incorpore el espíritu absoluto hegeliano.
(La imagen es una foto de Nuomi
, bajo licencia de Creative Commons).