Benedicto XVI, Jefe del Estado de la Ciudad del Vaticano, la última monarquía absoluta de Europa, ha hecho una visita oficial al Reino Unido, la primera monarquía parlamentaria también de Europa. Que aquel Estado es una monarquía absoluta se ve en la vigente Ley Fundamental de la Santa Sede, aprobada por Juan Pablo II en 2000, y que substituye a la de Pío XI de 1929, en la que se decía más o menos lo mismo. Artículo 1º: “En el Sumo Pontífice, Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano, reside la plenitud de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial”. Esto para quienes miran las cosas desde el lado jurídico: concentración de poderes, monarquía absoluta y más que absoluta, aunque el monarca sea electo. Quienes ven las cosas del lado teológico recordarán que el derecho divino del monarca (requisito también habitual en la monarquía absoluta) está garantizado en el representante de Dios en la tierra y que, cuando habla de sus cosas, de las de Dios, es infalible.
En esta su condición de monarca absoluto el Papa ha recibido tratamiento de Jefe de Estado en su visita. No es un viaje particular; no va de turista. Lo recibió la incombustible Isabel II , Suprema Gobernadora de la Iglesia de Inglaterra, acompañada del imperturbable Duque de Edimburgh; vio al Primer Ministro, Cameron, al Viceprimer Ministro, Clegg, y a la líder provisional de la oposición laborista, Harriet Harman; visitó a su cordial enemigo el Arzobispo de Canterbury, Rowan Williams. Con motivo del viaje se hizo público un comunicado conjunto de la Santa Sede y el Gobierno británico que, cómo no, lleva el título de Impegno condiviso per il bene comune (“Empeño compartido en pro del bien común”), que suena fantástico.
Siempre como Jefe del Estado de la Santa Sede, el Papa habló ante una nutrida representación del mundo académico, empresarial y religioso en el Westminster Hall, la sala más antigua y solemne de la abadía sede el Parlamento británico, en donde se juzgó y condenó a muerte a Tomás Moro y a Carlos I, entre otros. Al discurso del Papa, al que presentó el Speaker de la Cámara de los Comunes, acudieron el de la Cámara de los Lores y todos los ex primeros ministros vivos, desde Margaret Thatcher hasta Gordon Brown.
Alguien debió de soplar a Su Santidad que la ocasión era delicada y que no dijera inconveniencias como cuando despotricó contra el Islam en la Universidad de Ratisbona en 2006. Así que Benedicto XVI se deshizo en elogios a la democracia británica, la división de poderes (él, que los concentra todos en su persona), el common law, la paulatina evolución de las instituciones inglesas y el ejemplo a lo largo y ancho del mundo entre todos los English speaking peoples, expresión cara a Winston Churchill.
Pero luego no pudo evitar ser él mismo y volvió a sus orgullosas sofisterías. Tomando ejemplo de la muerte de Tomás Moro (de Carlos I, obviamente, prefirió olvidarse), señaló eso tan eclesiático de que el hombre debe obedecer la ley de Dios antes que la de los hombres; por ello perdió la cabeza Tomás Moro y por ello lo canonizó la Iglesia católica, porque, razona el Papa, el santo sabía dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Que algo tan claro lo diga Cristo que era un quidam, pase; pero que lo diga el Papa que es César y Dios (o casi Dios) al mismo tiempo resulta desvergonzado, pues ¿no estaba hablando como Jefe del Estado?
En el resto del viaje a la pérfida Albión hubo de soportar humillaciones sin cuento. Tuvo que entrevistarse con cinco víctimas de abusos de eclesiásticos pederastas y mostrarse contrito, humillado, avergonzado, dolorido… todo menos justo, porque sigue sin admitir claramente que los cientos de casos (conocidos) de pederastia en la Iglesia sean delito y los considera yerros o aberraciones de “enfermos”, que no son responsables de sus actos. La idea de que los hombres somos responsables de nuestros actos (salvo contadas excepciones psiquiátricamente, no papalmente, justificadas) es un puntal de la sociedad civilizada. Negarlo es antisocial.
También hubo de saludar a una sacerdotisa anglicana, haciendo de tripas corazón ya que su Iglesia niega taxativamente que las mujeres accedan al sacerdocio, algo reservado a los varones, aunque sean pederastas. Su Santidad sabe que en esto de la ordenación de las mujeres puede romperse la Iglesia anglicana parte de cuyo clero y fieles volvería al seno de la Iglesia de Roma. Si Juan Pablo II, el polaco, se apuntó la demolición del comunismo, ¿no sería un gran destino que el alemán Ratzinger se apuntara la conversión de Gran Bretaña, la demolición del anglicanismo, el luteranismo y, con un poco de suerte, el presbiterianismo? ¡Por fin los buenos ganan la “Batalla de Inglaterra”!
De su restante perversa doctrina no merece la pena hablar, como esa de que las democracias no pueden basarse sólo en el consenso de la gente sino que precisan de la religión, de la iluminación del Señor. Una idea que no descansa en prueba alguna, ni en la experiencia, ni el sentido común, ni en el argumento de autoridad, salva la que él pueda esgrimir a estas alturas, que no parece mucha. Así que ese es el contenido del viaje papal al Reino Unido: dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Es decir, todo al Papa, que llega a pasar el cazo a cambio de repartir unas estampitas. Como cuando viene a España y el país se llena de carteles que rezan Totus tuus. Hay su diferencia.
(La imagen es una foto de M.Mazur, bajo licencia de Creative Commons).