Asegura el Publiscopio, la encuesta ocasional que hace Público, que el 54 por ciento de los ciudadanos dice que hay razones para una huelga general. Pero sólo un 20 por ciento afirma que irá a ella, en lo esencial porque no servirá para nada. De donde los expertos concluyen que los ciudadanos no son un prodigio de coherencia. Pero también puede haber motivaciones que dejen a salvo la coherencia porque el mundo no es en blanco y negro sino muy colorido.
Los sindicatos están en una posición desventurada. Han hecho todo lo posible por no ir a la huelga y, al final, han tenido que hacerla a regañadientes y tarde y más que han tardado convocándola con tres meses de antelación. Así resulta que Francia lleva ya cinco huelgas generales de ventaja. Además de ir a regañadientes, los sindicatos desconfían de que salga ni medio bien y temen que eso revele las vergüenzas de su falta de apoyo. Y si los que la convocan no creen que salga, ¿cómo animan a los convocados a ir a ella? La proclama huelguista se dirige sobre todo a los trabajadores de tipo tradicional, los llamados de "cuello azul", o sea, de mono, en una sociedad en la que estos son una minoría menguante, aproximadamente la mitad de los trabajadores del sector servicios, que son de "cuello blanco" y que no se sienten convocados. Los sindicatos debieran interpelar a toda la sociedad porque, en principio, es ella la agredida en su inmensa mayoría por unas políticas de ajuste neoliberal que no respetan ningún tipo de rentas, salvo las de la banca y algunas, pocas, grandes empresas.
La derecha está que echa las muelas en contra de los huelguistas, los sindicatos, los liberados y, ya de paso, la normativa laboral en su conjunto. Insulta, denuncia y agrede. Quiere poner fuera de la ley a los sindicatos. Es curioso porque, con motivo de la primera huelga general en 1988, también contra un gobierno socialista, la derecha vio la ocasión de atacarlo y animó a los huelguistas hasta el punto de sostener que los sindicatos podían llegar a ser el verdadero partido de la oposición al odioso felipismo. En esta ocasión parece que el instinto de clase ha prevalecido sobre la conveniencia política. ¿A dónde vamos a llegar así? Los obreros, al tajo y a callar.
A su vez el Gobierno, muy dolido de que il fratello sindicale le juegue esta mala pasada, parece tener una de sus habituales crisis de ansiedad que se manifiestan en que su presidente dice una cosa y la contraria con el mismo aplomo aunque ante gentes distintas, de momento. En la ONU alza la bandera de la Tasa Tobin, que es la reivindicación de Attac, es decir, razona como un altermundista. Al día siguiente se reúne con los tiburones de Wall Street y les jura que su gobierno dejará el déficit en el 3 por ciento del PIB en 2012, todo el mundo intuye cómo, a lo neoliberal, para entendernos. Y un día después, recién llegado al suelo patrio, se siente socialdemócrata y anuncia que hay margen para ampliar un poquito el gasto público y, con mayor contundencia redistributiva, pone en marcha un aumento de la carga fiscal de las rentas superiores a 120.000 euros, exactamente la medida de la que una semana antes había dicho (él mismo o algún ministro) que ni se consideraba. El Gobierno quiere probar a los sindicatos que huelgan contra los suyos, contra la izquierda. Y que, por lo menos, se les quede mala conciencia.
La patronal no pierde paso de oca y, tras haber empujado a los sindicatos a la huelga, ahora quiere que fracase para tenerlos a su merced. Es más, cree necesitarlo porque teme o dice temer que, si la huelga triunfa, el Gobierno, para congraciarse con los soviets, podría ponerse a nacionalizar empresas o hasta la banca. ¿De dónde, si no, saldría el dinero para realizar esa reclamación permanente de una banca pública? De expoliar a la privada. Por eso han lanzado a la muchachada mediática a linchar a los sindicalistas.
La Iglesia ha hecho mutis salvo en algún caso en que lo que ha hecho ha sido un ridículo celestial con ese obispo del Sur que salió defendiendo la huelga y acto seguido hubo de desdecirse. La huelga es un invento demoníaco que saca al honrado trabajador de sus casillas y le hace creerse igual al patrono.
Vistas las cosas mi opinión personal es que la huelga es justa. El Gobierno sólo cede ante las presiones (y, ante las presiones, cede) y el único modo de presionar que tienen los trabajadores es la huelga, como en general todos los ciudadanos ordinarios. La otra forma son las elecciones, pero sólo funciona cada cuatro años y no es posible matizar como cuando se hace una huelga a un gobierno al que, sin embargo, se vota. Los otros, los clanes, las jerarquías, los consorcios, los monopolios u oligopolios, las grandes fortunas, los estamentos poderosos pueden presionar de mil maneras. Sin descartar la huelga (generalmente llamada “cierre patronal”) como se muestra en la famosa novela de Ayn Rand, La rebelión de Atlas en la que hacen huelga, entre otros, los capitalistas, los banqueros, los grandes filósofos y otros personajes de similar alcurnia.
Debieran hacer huelga todos los ciudadanos, incluidos muchos políticos. Carece de sentido que la señora Aguirre o el señor Camps, quienes habitualmente desobedecen o tergiversan las leyes de las Cortes, no aprovechen la ocasión para ponerse en huelga contra el Gobierno central.
Es lo que pasa, que en esta huelga o frente a ella, hay mucho instinto de clase. ¿Cómo se atreven los trabajadores a plantarse cuando hay casi cinco millones de parados a los que también gustaría hacer lo mismo? ¡Servicios mínimos máximos!