Julio Llamazares ha emprendido un largo y peculiar viaje a través de los años y de la vida, uno que tiene un destino pero no fijo en un punto en el horizonte sino diseminado por la geografía nacional: el de visitar todas las catedrales de España, un viaje que ha iniciado bajo la doble advocación de Fulcanelli y Georges Duby ya que empieza su periplo con sendas citas de ambos como una mezcla premonitoria entre el espíritu científico y el místico que viene a ser como un programa del itinerario. Es un viaje que se irá completando con los años. Empezó en 2000, cuando los cálculos monetarios se hacían en pesetas (p. 46) pero ya en Zamora, ochenta y cuatro páginas más adelante, se calcula en euros (p.130). El viajero pasa por el tiempo igual que el tiempo pasa por su viaje en el que también hacen su aparición las nuevas tecnologías casi como introduciéndose sin avisar ya que el autor no parece gran amigo de ellas; escribe con pluma en un cuaderno y en un par de ocasiones dice, parece que con orgullo, que no tiene máquina de fotos lo que no empece para que el lector encuentre algunas reproducciones de bajísima calidad desperdigadas por el libro pero que dan una idea bastante certera de los ambientes que gustan al autor para sus fines. No obstante las nuevas tecnologías aparecen de pronto en la página 558 y en la catedral de San Feliu de Guixols cuando Llamazares se hace con un modesto folleto explicativo no pidiéndoselo a un encargado más o menos agradable cual tiene por costumbre sino, dice, bajándoselo de internet", notable evolución desde luego si bien se nota que a regañadientes pues escribe internet con mayúscula, signo indubitable de que sigue siendo algo extraño para él.
El propio autor declara el sentido profundo de la obra: "viajar y contar su viaje, aunque a nadie interese salvo a él" (p. 145). Típica modestia porque un viaje de Llamazares, que es un gran escritor, interesa a mucha gente y la prueba es que esta obra Las rosas de piedra, Alfaguara, Madrid, 598 págs) a pesar de su considerable extensión, va por su segunda edición en un año. Es un libro curioso, impregnado de una especie de misticismo laico. El autor no es religioso, me parece que ni siquiera creyente, pero se siente atraído y espiritualmente movido por el sentido trascendental que emana de las catedrales románicas, góticas (ambas sus preferidas) y renacentistas. No tanto por el estilo neoclásico, al que odia sin que me quede claro el porqué, aunque lo intuya: escaso misterio.
El libro está formado por dos tipos de narrativas: de un lado la descripción de las catedrales y de otro los percances del recorrido por las tierras de España. Éste es al mismo tiempo un libro sobre catedrales y un libro de viajes. Por lo que hace al primer relato, la descripción de los templos es liviana y no muy técnica, cosa de agradecer aunque a veces se le vea algo la estameña de los resúmenes de las guías. A este respecto hay de todo.Una de las conclusiones que se obtienen de este peregrinar de Llamazares es que el régimen general de las catedrales en España es como la casa de Tócame Roque: los horarios son irregulares; unas tienen guías (a su vez de muy distinta calidad); otras, no; otras, simples fotocopias. Las instalaciones dependientes de los edificios (criptas, claustros, museos) están sometidas al mismo principio caprichoso y aleatorio. Salvo que se tenga la suerte de dar con algún canónigo amable (cosa rara) o algún lugareño aficionado a mostrar el templo, como le sucede a veces a Llamazares, las catedrales carecen de personal capacitado para mostrarlas a los visitantes con conocimiento de causa.
En este terreno de las cuestiones propias de las catedrales, sus estilos, arquitecturas y tesoros artísticos el libro es una mina; muy subjetiva, como debe ser todo criterio artístico pero una mina. Resalto de él lo que más me ha interesado con una idea tan subjetiva como los juicios del autor: la exaltada valoración de la catedral de León, la suya, hecha con un ánimo contenido pero emocionado; la admiración ante la rica pintura acumulada en el museo de la de Palencia (el Greco, Berruguete, Zurbarán, Mateo Cerezo) (p. 206); la apreciación del gótico tardío de las de Valladolid y Segovia, ambas obras de Juan Gil de Hontañón (p. 240); el asombro ante la de Burgo de Osma, la quinta de España en tamaño tras las de Santiago, León, Burgos y Toledo y depósito de las ilustraciones de Beato de Liébana (255); la comprobación de que la de Gerona es la única catedral de España cuya nave central carece de columnas y se asienta solamente sobre las paredes (p. 520); la sorpresa ante los frescos de José María Sert en la de Vic (p. 538).
En un terreno no artístico sino de organización eclesiástica es interesante reseñar la distinta dignidad de los templos. Aragón constituye un verdadero galimatías: Barbastro es catedral junto a una concatedral en Monzón y una excatedral en Roda de Isábena. Calahorra y La Calzada constituyen una catedral con dos sedes y en Zaragoza conviven dos catedrales, la Seo propiamente dicha y la basílica delPilar (p. 403).
No me resisto a consignar una respuesta a un interrogante que plantea el autor en relación al cimborrio de la catedral de Zamora de clara influencia bizantina vía Francia. Se pregunta Llamazares: "Pero ¿cómo llegaría hasta Zamora? ¿Por qué caminos? ¿En qué momento?" (p. 129). Si hacemos caso a mi amigo el abogado y escritor Javier Sáinz Moreno, el único que ha propuesto una teoría alternativa a la de don Ramón Menéndez Pidal sobre la autoría del Poema del Mío Cid en un libro titulado Jerónimo Visqué de Périgord, autor del Mío Cid, esas preguntas están contestadas: viene de la mano del obispo Visqué de Périgord que anduvo con las mesnadas del Cid y llegó a obispo de Toledo. Por cierto, el propio Llamazares se encontró después con Visqué al pasar por Salamanca en donde había una exposición sobre él (p.155).
Respecto al segundo tipo de narrativa el libro es más que nada un libro de viajes, ya se ha dicho, aunque se trata de un viaje entrecortado ya que el viajero lo interrumpe y lo reanuda cuando lo tiene a bien, acometiendo su empeño por grupos de diócesis territoriales: Galicia, Castilla la Vieja, el reino astur-leonés, Vascos/navarros y riojanos, Aragón y Cataluña. Se lee de corrido o saltando de una parte a otra porque está escrito en una prosa sencilla, tersa, escueta, que recuerda la de Cela en el Viaje a la Alcarria y lleno de observaciones pertinentes, muchas veces implícitas, en forma de understatements sobre las gentes y tierras de España por las que Llamazares profesa una devoción prudentemente oculta. Es pintoresco el personaje de Merlín, un hombre que no está muy en sus cabales en la catedral de Mondoñedo (p. 74). No creo que sea extraño que a la sombra de estos grandes templos cristianos abunden gentes de peculiar compostura. Así tampoco será raro que, al visitar la catedral de Teruel, un borracho se le presente como "fabricante de ojos", mereciendo la muy sobria pregunta de Llamazares de "¿Qué habrá querido decir?" (p. 478). A mí, menos sobrio y más dado a la ensoñación romántica que el autor, me sonó como aquel inquietante personaje de E.T.A.Hoffmann en Elhombre del saco y su expresión "¡bellos okos!" ("schöne Öken!"). Algo parecido a ese curioso y extraño episodio del grupo de turistas ciegos que visitan la catedral de Ciudad Rodrigo (p.70).
¿Quién no ha tenido alguna vez la impresión al visitar alguna catedral, algún claustro silencioso, de que el tiempo se hubiera quedado colgado de los capiteles de las columnas, venerables piedras, y de que a la vuelta de algún pilar, de alguna columna podría uno toparse con el arcediano de Nôtre Dame o el magistral de Vetusta? Y, hablando de Vetusta, Llamazares recala en Oviedo, ciudad a la que iban a estudiar los leoneses de su generación, toma un café en la cafetería Logos, enfrente de la facultad de Derecho, en donde también lo stomaba yo cuando daba clases allí más o menos en el tiempo en el él estudiaba (p.89) y me hizo gracia.
Llamazares es un escitor de ánimo leonés. No estoy seguro de saber expresar lo que a mi entender se encierra en esta determinación intuitiva, quizá una fe laica (ya lo he dicho) que lo lleva a respetar a los demás de una forma tan obsesiva que no parece española a pesar de que el hombre es radicalmente español, que lo lleva a luchar contra su forma de ser, como se prueba por el hecho de que, padeciendo claustrofobia, se encierra en las criptas y sufriendo de vértigo, sube a las torres y los campanarios. No menos significativa me parece su acendradísima circunscepcción que nos habla mucho de su carácter amable y tímido. Por ejemplo, en la catedral de Valladolid se queda dormido en un banco (una experiencia que hemos tenido todos los que hemos visitado templos a veces en jornadas agotadoras), hasta que se despierta con un sobresalto y, muy preocupado, se dice: "Menos mal que nadie me ha visto" (p. 225) Y¿cómo sabe él que nadie lo ha visto si estaba dormido? Su reflexión, pues, no es decir que el asunto sea baladí sino el bochorno de que lo vean durmiendo, es decir, de no poder escenificarse, como los viejos hidalgos castellanos.
Lo que hace más español al autor y lo integra de modo casi esencial, civilizatorio, con los ámbitos en los que circula y deambula casi como si fuera un marciano, el momento en que se descubre su identidad de raíz con el paisaje cultural y los usos y costumbres patrios es el del almuerzo a mediodía. Jamás cuestiona el hecho de que los templos, siguiendo inveterada costumbre hispánica en el terreno religioso (como si Dios también se retirara a almorzar) y en el del siglo cierren a mediodía para cumplir con la sacrosanta costumbre de la copiosa mesa, quizá la amada sobremesa y puede que hasta la muy hispánica siesta. De todo ello participa nuestro autor sin cuestionarlo ni una sola miserable vez, como el que se adapta a un movimiento telúrico. En ningún momento se le ocurre que los templos podían estar abiertos a mediodía (cosa que ya va calando en el comercio, siempre el más adelantado, sobre todo las "grandes superficies", que pueden permitírselo) en beneficio de quienes, como quien esto suscribe hace años que se ha declarado en rebeldía de mesa, sobremesa y siesta, se ha desnacionalizado y emplea el tiempo entre las 14:00 y las 16:00/17:00 horas en algo distinto que llenar la andorga. Llegado a esas horas Llamazares se funde con el paisaje, inquiere en dónde se puede comer "bien" y, de serle posible, se sienta ante una bien provista mesa que lo sirvan y a llenar bien el estómago con independencia del tiempo del año al extremo de que, a veces le cuesta levantarse de la mesa y hasta, ya se ha visto, se queda traspuesto en algún crucero.
Cuídese señorLlamazares que aún le queda seguir con este interesante viaje para dar cuenta de la otra mitad más o menos de las catedrales de España, esos refugios del alma de piedra y silencio.