Son una de las atracciones rabiosamente turísticas de México que más me gustan. Desde la primera vez que las visité, allá por 1984, en mi primer viaje al país, creo haber estado en el lugar unas cuatro veces y siempre hago lo mismo: subo a la dos, la del Sol y la de la Luna, oteo el paisaje desde arriba junto a tropecientos turistas más, todos fotografíandose, me extasio ante la calle de los muertos que indefectiblemente me recuerda los Campos Elíseos o la Luitpoldarena en Nürnberg y procedo luego al descenso, más problemático que la subida, como saben todos los que han estado aquí y han visto a alguien bajando de nalgas. Ramoncete se portó. Subió y bajó, cierto que ayudado por sus padres, entre grandes risas y disfrutó muchísimo. Arriba corría una agradable brisa y el tiempo ayudó. Es verdad que Teotihuacán ya no es lo que fue. Hay pocos turistas, a los que ya no importunan tan densos grupos de vendedores de ponchos o puñales de obsidiana, bastantes tiendecitas de recuerdos están cerradas, ya no se celebran espectáculos de luz y sonido. Entre la crisis y la escalada de México en el índice de sociedades violentas a la colombiana el negocio turístico anda muy desangelado.
Contraté la excursión en una oferta de grupo, cosa que no hago nunca pero en estos tiempos de "freno económico" no está el horno para dispendios de taxi. La oferta incluía una visita a la inevitable basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, hace unos años elevada a la extraña categoría de "Emperatriz de América". En cuanto al edificio lo tengo por uno de los más feos del planeta, pero es el centro de una devoción firmísima y multitudinaria del pueblo que lleva a algunos de sus hijos a cruzar el enorme atrio de rodillas o, incluso, a venir ya arrodillados desde mucho antes, quien sabe si desde su pueblo, y a otros a rellenar de exvotos las paredes de las capillas o los pies de los altares. Nos concentramos en las otras iglesias que hay en el complejo guadalupano que no son tampoco maravillas pero muestran un barroco colonial la mar de atractivo frente a la pretenciosidad universalista de la basílica moderna y allí pudimos comprobar que, en la polémica sobre el aborto no es solo que el obispo de Guanajuato amenace con la excomunión ipso facto a toda aquella que proceda a una interrupción voluntaria del embarazo sino que la Iglesia está poniendo a los curas en pie de guerra en contra de la nefanda práctica, como se prueba con esa foto de la horrible vitrina que nos encontramos a la entrada de la antigua basílica y que por cierto no se puede visitar porque, como siempre, está en obras para rescatarla del hundimiento a causa del carácter pantanoso del terreno en el que está construida, lo mismo que le sucede a la catedral de la Plaza del Zócalo.
La excursión comprendía, además de nosotros, dos chicas argentinas muy jóvenes, un matrimonio gringo ya talludito y un japonés acompañado de un señor de unos cuarenta años y nacionalidad para mí indescifrable. Pronto se estableció la dinámica de grupo en estos casos sólo rota por nosotros que no estábamos interesados en las explicaciones ramplonas y fabulosas del guía, ni en la visita a un taller de platería y otro de obsidiana sólo pensada para que la gente pique y se lleve a casa objetos perfectamente inútiles a precios fabulosos y mucho menos en un almuerzo típico "amenizado" por algún mariachi, y solamente queríamos saber en qué lugar era preciso quedar para que nos recogiera la furgoneta chevrolet hasta la siguiente parada.
Fue inevitable asistir a algunos intercambios de grupo en el interior del vehículo especialmente animados después de un almuerzo que debió de estar bien regado de alcohol. De ellos sólo quiero reseñar algo que tengo por una de mis experiencias más acrisoladas: creo que sólo conozco algo más estúpido e ignorante que un gringo diciendo a un argentino, chileno u otro latinoameriacno eso de "nosotros en América hacemos tal y cual", y es que esos interlocutores no pregunten al gringo en dónde diantres piensa él que esté la Argentina o Chile o cualquier otro país latinoamericano.