A la vuelta de Teruel nos dejamos caer por la Expo de Zaragoza 2008. Tenía curiosidad por ver cómo es una exposición dedicada al agua; la suficiente para asomarme al pillarme de paso. A propósito no hubiera ido jamás. No me gustan estas exposiciones universales que son siempre lo mismo: gente tratando de vender algo. Supongo que las primeras, aquellas universales de Londres y París en el siglo XIX tenían cuando menos el mérito de la novedad. Desde entonces han ido haciéndose más y más iguales hasta poder ser intercambiables. Ha ocurrido con las exposiciones lo que con los buques que han acabado siendo todos idénticos, esto es, espacios de contenedores. Y eso, hacia el interior; hacia el exterior, el asunto es más claro si cabe. Las ciudades a las que se adjudica uno de esyos eventos (exposiciones, olimpiadas, etc) se forrran. Mejor dicho, se forran los comerciantes en ellas a base de multiplicar los precios de todo durante el tiempo que duren, desde las habitaciones de hotel hasta el coste de los churros en los chiringuitos.
La expo del agua no defraudó: muchos pabellones bastantes de ellos muy originales, de arquitecturas caprichosas y dentro, gente vendiendo cosas. Pero vendiendo en infinidad de casos con los mismos chiriguitos de abalorios y baratijas que montan en cualquier calle de cualquier ciudad. Como sea que los pabellones son nacionales (o plurinacionales), se administran y gestionan con la lógica del poder político en cada caso: la propaganda. Cada pabellón es una exaltación de las glorias nacionales en relación con el agua en cada país. Si se resumen las informaciones país a país se verá que no hay peligro para el abastecimiento de agua potable de aquí a la eternidad, que los recursos hídricos están estupendamente bien repartidos y que los que más disfrutan de ellos para todo tipo de usos son los sectores más pobres de las diversas poblaciones. Magia de los Estados. Es inexplicable que el panorama internacional del agua sea tan desastroso cuando todos los Estados lo hacen de cine.
La entrada a la exposición es una tortura. La distancia que media desde la estación del AVE a la puerta del recinto, unos doscientos metros en línea recta, debió de parecerle muy burguesa al que lo ideó y los doscientos metros se convierten en unos quinientos trepando por pasarelas y puentes batidos por los vientos. Una vez a buen recaudo en el recinto de la exposición, a donde se llega caminando otra jartá desde la puerta o tomando un cómodo funicular, puede uno dedicar sus energías a los pabellones que más guste. Muchos de ellos tienen largas colas en las que la gente pierde el tiempo pacientemente porque dentro regalan algo, un masaje en los paballones asiáticos, algún tipo de representación coral, virtual o no en otro, etc. Si uno decide no machacarse las horas en las colas puede uno entrar en más pabellones, aunque se pierde la emoción del regalito. A partir de cierto momento acaba uno de propaganda oficial hidráulica hasta el cogote, pero sigue peregrinando viendo artesanías populares, recordatorios, souvenirs y reproducciones como en la tiendas especializadas en el asunto que rodean a Picadilly Circus.
Los niños se lo pasaron bien y los adultos tuvimos unas horas de sano ejercicio. Si uno tiene críos, la Expo es un lugar ideal para llevarlos. Prácticamente está pensada para ellos.