Decía Joseph Goebbels, hombre inteligente y culto, aunque moralmente depravado, que "está bien tener un Poder que descanse sobre las bayonetas; pero es mucho mejor y más satisfactorio conquistar el corazón de la gente y conservarlo". Y a eso dedicó su vida en pro de una ideología que la humanidad ha considerado monstruosa. Lo hizo como ministro de Propaganda del Reich, mediante el manejo de los medios de comunicación.
Llegaría luego el momento en que la sociología occidental formulara el axioma de la segunda mitad del siglo XX y más allá: la teoría del fin de las ideologías. Nadie objetó que era arriesgado decretar el fin de algo cuya naturaleza no se conocía con exactitud. Las ideologías habían muerto en el curso del desarrollo de las sociedades industriales. Algún raro, como Inglehart, se puso a hablar de "valores postmaterialistas", en donde alentaba cierto vestigio ideológico, pero se le hizo poco caso. Las ideologías eran cadáveres. La nazi y la comunista singularmente, forma funeraria que adquiere la frecuente negativa a admitir la dualidad izquierda/derecha.
¿Y qué se predica entonces? Precisamente la inanidad, la inconveniencia de toda ideología. Y se hace de la misma forma que aquella, a través de los medios de comunicación, infinitamente más potentes en todos los sentidos que los del tiempo de Goebbels. Esa insistencia en que las decisiones políticas y las jurídicas son (o deben ser) meramente técnicas, sin mezcla de ideología alguna, rezuma prejuicios ideológicos. La idea es que la política es una mera administración racional de las cosas, sin atención a los valores. Esa administración racional está tomada de la teoría de la decisión racional que presupone que esta es siempre egoísta.
El resultado evidente, inmediato, de esta "tecnificación" de las decisiones políticas es la corrupción, algo que sus propios beneficiarios admiten y a lo que dicen que hay que combatir por vía legislativa. No obstante y a pesar de su gravedad y la aguda conciencia social que despierta, la corrupción no es solamente un asunto económico de cohechos, malversaciones, apropiaciones indebidas, etc; eso no es sino el epifenómeno. La realidad es que el conjunto del sistema está corrompido, no solo económica sino también moralmente.
La principal regla no escrita de la democracia es la sinceridad y la veracidad. Forman parte de los requisitos de la acción comunicativa de Habermas. La democracia es un debate en el que se presume la buena fe. No es admisible una basada en el engaño y la mentira sistemáticos. Es una forma corrupta de democracia, raíz vigorosa de todas las demás corrupciones. Llegar al poder ensartando una ristra de mentiras, como hizo Rajoy y le jaleó el aparato mediático (imagen primera), es inadmisible e ilegítimo. Así se ganó el corazón de la gente, como recomendaba Goebbels y a través de los medios de comunicación. Se argumenta, sin embargo, que no se trataba de mentiras, de enunciados de hecho, sino de intenciones, de promesas que después serían imposibles de cumplir. No hay corrupción, no hay mentira sistemática sino un duro cumplimiento con el deber.
Pero queda la otra exigencia goebbelsiana: conservar el corazón de la gente una vez conquistado. Y ahí aparece de nuevo el uso de la mentira planificada, sobre asuntos de hecho con implicaciones incluso penales y sin excusa alguna. La imagen segunda es una recopilación parcial, muy parcial, de ejemplos del uso de la mentira sistemática como forma de comunicación del gobierno con la opinión pública y con la instancia parlamentaria. Ese es el fondo oscuro de la corrupción, amparado en la impunidad. El que hace que un Rey salpicado por la sospecha de la corrupción haya de abdicar y un gobierno al que sucede lo mismo no considere que deba dimitir.