diumenge, 7 de setembre del 2014

Si España se rompe, ¿de quién será la culpa?


Siento ser reiterativo, pero no veo cómo evitarlo. En España muchos asuntos ocupan la atención de la colectividad, nutren debates y tertulias: la crisis económica, la llamada regeneración democrática, los demás proyectos legislativos del gobierno, la corrupción, el efecto Podemos, el destino del PSOE, la unidad de la izquierda. Temas muy importantes, desde luego; tanto que apenas se dedica la atención que merece a otro infinitamente más grave, de mayores consecuencias a corto, medio y largo plazo: la posibilidad de la separación de Cataluña. Y no se le dedica porque los españoles no acaban de percatarse de su trascendencia; no creen, en el fondo, que dicha posibilidad sea una probabilidad; no ven correctamente la situación real; piensan, casi inconscientemente, que no llegará la sangre al río

Quizá por eso, y no por tradicional incuria, carecen de propuestas positivas alternativas a la requisitoria independentista. Los socialistas, tan nacionalistas españoles como los conservadores, esgrimen un confuso proyecto federal en el que no creen ni ellos como se prueba por el hecho de que no lo aplicaran en sus veinte años de gobierno. Los conservadores no solamente carecen de toda propuesta sino que lo tienen a gala porque, a su juicio, las cosas están muy bien como están, el independentismo es un delirio o un delito y medios tiene el Estado de tratar con él, sea lo uno o lo otro o ambas cosas al mismo tiempo. El mero hecho de que toque a este gobierno, tan limitado intelectualmente como reaccionario y nacionalcatólico, tratar con el mayor desafío a la unidad de España de los últimos cien años o más es ya una tremenda desgracia.

Entre otras cosas, la Transición fue un compromiso de solución de la sempiterna cuestión territorial española. Fue más cosas y todas ellas por compromisos cuyo mayor defecto fue la desigualdad o asimetría. No corresponde aquí hablar de los demás pero en lo referente a la organización territorial del Estado, el título VIII de la Constitución, el fracaso es ya evidente. Y lo es porque la derecha, especialmente la derecha, aunque haya participado el conjunto del nacionalismo español, incluido el de izquierda, no ha respetado su parte en el compromiso. La transición, entendida como la última fórmula de convivencia de las distintas naciones en el Estado español, ha fallado. Hemos alcanzado un punto de no retorno del que, sin embargo, la opinión pública española no parece tomar conciencia. Y ese es el motivo de mi preocupación e insistencia. De todo ello trato de dar cumplida cuenta en el libro que sacará Península próximamente sobre El ser de España y la cuestión catalana

Aquí proseguiré ese razonamiento al hilo de la actualidad. La pregunta de quién será la culpa si España se rompe se responde señalando a la derecha. Fundamentalmente porque su estilo autoritario, intransigente, impositivo de gobierno de siempre excluye los acuerdos con agentes distintos. Con mayoría absoluta, la derecha no pacta nada, ni las medidas para garantizar eso que dice le preocupa tanto de la unidad de España. Los españoles han de aceptar el criterio nacionalcatólico tradicional o callarse y excluirse de la refriega. La derecha intolerante, este gobierno, sin ir más lejos, tiene toda l a responsabilidad de lo que suceda porque no permite participar a nadie más salvo que acepte sus términos.

Y ¿qué terminos son esos? Un breve repaso a la situación: el cardenal Cañizares, nuevo arzobispo de Valencia, toma posesión hablando de la prioridad de la unidad de España. ¿Qué España? La de la Cruzada, según recordaba hace una fechas otro clérigo en Los Jerónimos de Madrid, animando a las huestes cristianas a emprenderla si es necesario. El inefable ministro de Educación arrancó su mandato queriendo españolizar a los niños catalanes, siendo así que, según su ideología, ya son españoles por el hecho de ser catalanes. Querrá decir, más españoles; o menos catalanes. Los militares rezongan en los cuarteles y sus revistas y formulan vagarosas e indirectas amenazas que nadie quiere oír.

El presidente del gobierno muestra una insensibilidad pasmosa. Se limita a decir que no es posible ir contra la ley, de la cual él es el garante. Él, que la cambia cuando le conviene por meros intereses partidistas y que carece de todo crédito en punto a comportamientos estrictamente legales. Cospedal propone un frente español antinacionalista en Cataluña del que, como muy buen tino, se han distanciado el PSC y Unió que no quieren verse en tan intemperante como provocativa compañía. Y Sáez de Santamaría riza el rizo recomendando altaneramente a Mas que no obstaculice con pendejadas soberanistas el potente liderazgo español en la recuperación europea. Lo irritante de esta impertinencia no es que dé por ciertas las habituales mendacidades y fabulaciones de su jefe Rajoy sobre la salida de la crisis, sino que sea la enésima prueba de la intolerancia y la soberbia de la derecha española: lo que tienen que hacer los nacionalistas catalanes (y todos los que no piensen como ella) es callarse y no dar la brasa. España es el predio de la oligarquía nacionalcatólica de toda la vida, perfectamente representada en este gobierno.

¿Y la sociedad civil? El ministerio de Asuntos Exteriores acaba de prohibir un acto de presentación de una novela de Albert Sánchez Piñol en el Instituto Cervantes de Utrecht. La novela versa sobre la toma de Barcelona en 1714. El ministro García Margallo lo prohíbe por "razones políticas", sin calibrar (y eso que es diplomático) lo que tiene de simbólico que la censura se haga en Utrecht y mucho menos la carga que le añade su propia personalidad y biografía porque García Margallo es sobrino nieto de un capitán García-Margallo muerto en El Annual en 1921 y bisnieto de un general Margallo muerto en Melilla en 1893, en la llamada "guerra de Margallo". Es decir, un descendiente de una típica familia africanista y, por ende, franquista.

En efecto, ¿y la sociedad civil? Los intelectuales, los escritores, las figuras públicas brillan aquí por su ausencia. No han sido capaces de subscribir una carta o manifiesto como la de los famosos ingleses dirigida a los escoceses y en la que, respetando su derecho a la secesión, les pedían que no se fueran. Al contrario, de haber suscrito algo han sido piezas hostiles al nacionalismo catalán, bien de modo bronco, negándole legitimidad y legalidad, bien de forma más morigerada pero similares intenciones. Y tampoco parecen dispuestos a elevar la voz ante un acto flagrante de censura, de negación de libertad de expresión a un colega por el hecho de ser catalán y escribir desde perspectiva catalana, aunque lo haga en español.

Nada. Un vergonzoso silencio frente al desafío mayor a la persistencia de la nación como la conciben los estamentos pensantes españoles. Si acaso, algunas divagaciones altaneras sobre la pobreza conceptual de los nacionalismos en general de los que, por supuesto, están excluidos quienes las elaboran. Pero de eso se tratará en otro post.

Lo dicho: si España se rompe la culpa será de la derecha nacionalcatólica. Y el asunto es un verdadero sarcasmo porque esta derecha es la heredera ideológica de la que desató un golpe de Estado, una guerra civil y más de treinta años de dictadura para evitar dicha ruptura, exterminando no solo a los nacionalistas sino también a las izquierdas, a las que acusaba de connivencia con estos.