diumenge, 31 de gener del 2016

El Tribunal Constitucional a las órdenes del gobierno

Aquí, mi artículo de hoy en elMón acerca de una cuestión que dará mucho que hablar en próximas fechas y en torno a la que se ventilará muy probablemente el enésimo contencioso en el enfrentamiento de Cataluña con el gobierno del Estado.

Habitualmente es difícil contener la risa en las comparecencias de los gobernantes del PP, una banda de presuntos malhechores, mezcla de personajes de la picaresca quevediana y la comicidad berlanguiana, con unas gotas de fanfarronería al estilo del Capitán Fracasse. Debiéramos pagar entrada por ver balbucear mentiras al presidente de los sobresueldos; escuchar la desfachatez de Cospedal, la chulería de Hernando o los delirios de Casado. Pero, en no pocas veces, el pináculo de la desvergüenza lo alcanza ella sola la vicepresidenta del gobierno. En su comparecencia del viernes, 29 de enero pasado, anunció con gesto serio y trascendental que el gobierno instaría al Tribunal Constitucional a anular las decisiones que pudiera tomar la Generalitat consecuentes con la previa declaración de independencia del Parlament catalán. Lo términos eran graves y sonaban respetables: tribunal, Justicia, derecho, ley, procedimiento... Cualquiera diría que estaba hablando de algo serio: de someter a la prueba del Estado de derecho las posibles decisiones de un órgano de una Comunidad Autónoma.

Solo que ese Tribunal Constitucional tras cuya pretendida autoridad quiere ampararse el gobierno en su lucha contra la Generalitat no es un tribunal en serio ni merece más respeto que el que merezca cualquier órgano del PP. Está presidido por un exmilitante de ese partido y puesto ahí por el rodillo de la mayoría absoluta parlamentaria del partido del gobiern y, durante un tiempo, entre sus magistrados figuró otro servil ayudante de ese partido, Enrique López -también puesto con calzador- que hubo de dimitir cuando lo pillaron conduciendo beodo como una cuba y a quien sus propios colegas han apartado dos veces de causas penales contra el PP por su evidente partidismo.

En esas condiciones, llamar a esto "tribunal" es una hipérbole. Precisamente el problema de estos órganos constitucionales no judiciales pero a los que se quiere asimilar a órganos judiciales es una fina cuestión de legitimidad que es la primera que se rompe cuando, como es el caso con este, se puede probar que se utiliza como un ariete para justificar las arbitrariedades políticas del gobierno de turno. En fin, de eso va el artículo cuya versión española es la siguiente:



El Tribunal Constitucional, ministerio del gobierno español

El gobierno español presume de enfrentarse al independentismo catalán solo con las armas de la ley y el Estado de derecho. Dentro de ese espíritu, su vicepresidenta, en rueda de prensa del viernes, tras el consejo del ministros, anunció que el gobierno instaba al Tribunal Constitucional a anular todos los actos que la Generalitat realizara emanantes de una declaración de independencia. Sostenía que ello era lógico pues si tal declaración fue anulada en su día por ese mismo tribunal, sus consecuencias han de ser nulas.

En efecto, es muy de agradecer que el gobierno español no emplee en principio el ejército, la guardia civil, la represión y la violencia, como ha hecho tradicionalmente para contrarrestar el soberanismo catalán. Que recurra a la justicia e inste a los jueces a actuar en el marco de la legalidad en vez de proceder reventarla a cañonazos según inveterado proceder imperial.

Solo que esas declaraciones y ese espíritu son falsos y un engaño.

Alguien podría decir que el engaño, el fraude, consiste en “judicializar” un problema que no es jurídico sino político, esto es, en instrumentalizar a los jueces para que resuelvan un problema que los políticos no pueden solucionar. Fue una queja muy frecuente entre especialistas y estudiosos en los comienzos del rodaje del Estado de las Autonomías en los años 80, cuando se planteaban continuos recursos competenciales al Tribunal Constitucional y hasta los magistrados se quejaban de que el gobierno y los partidos los usaran como parapeto para ocultar su incapacidad de resolver los problemas por vía de negociaciones políticas.

Pero esto también era, no ya totalmente falso y embustero como las intenciones del gobierno actual, sino erróneo.

Y era erróneo entonces y es falso hoy porque el Tribunal Constitucional no es un órgano judicial ni forma parte del Poder Judicial. Llevar los problemas políticos ante él no es “judicializarlos”. Eso es falso, una estratagema. El Tribunal Constitucional es un órgano político compuesto por juristas nombrados políticamente y con una finalidad política. Su actual presidente está ahí porque fue militante del PP, del partido del gobierno, por cuanto sabemos, subjetivamente sigue siéndolo y su función es resolver los asuntos en sentido favorable a una parte, al PP que es quien lo puso en donde está.

O sea, usar el Tribunal Constitucional para zanjar un contencioso político no es “judicializarlo”; es “politizarlo”. El hecho de que la Constitución residencie la jurisdicción constitucional (esto es, la competencia para resolver problemas constitucionales) en un órgano ad hoc llamado Tribunal Constitucional, al que se acompaña de la parafernalia léxica de la justicia (autos, sentencias, providencias, etc) no quiere decir nada. El invento es una triquiñuela autorreferencial que no otorga a sus decisiones legitimidad alguna sino solo una legalidad de parte y, por tanto, inútil. El ejemplo más obvio: por sentencia de 2010, ese Tribunal Constitucional decidió que los catalanes no podían considerarse a sí mismos una “nación”. Como decidir este disparate carece de todo sentido jurídico hubo que hacerlo de tan alambicado modo que la decisión no es justa ni injusta sino, simplemente, ridícula porque el de “nación” no es un concepto sino un sentimiento y ningún tribunal del mundo podrá jamás imponer o arrebatar a nadie un ápice de sentimiento nacional.
Por tanto, la decisión del gobierno, anunciada a bombo y platillo, de no ir por la vía de la pura represión y de acudir a los tribunales es un engaño más consistente en emplear la represión disfrazada de acción judicial, utilizar los mismos elementos de violencia camuflándolos como magistraturas que, en realidad, obedecen las consignas del gobierno como podrían hacer los militares o la guardia civil.

Y eso es lo que hay que destapar como lo que es, como una superchería. Y hacerlo con atención porque puede resultar difícil explicarlo en el extranjero, en donde, en principio, la patraña de “judicializar” falsamente los problemas políticos puede encontrar crédito en función del prestigio que entre gentes civilizadas tienen palabras como “tribunal”, “jueces”, “magistrado” o “justicia”.

Quede claro que no hay tal. Se trata de referir a un órgano político una decisión política en el sentido favorable a los intereses del gobierno de turno. ¿Valor de este procedimiento a los ojos de la justicia, del Estado de derecho? Cero. ¿Valor para justificar luego un posible recurso a la violencia si el soberanismo persiste? Todo. Ahí reside el peligro y eso es lo que hay que denunciar.