La frenéticas negociaciones para constituir gobierno en España y no ser menos que los catalanes, quienes lo hicieron en tres meses, están consiguiendo casi un milagro. Lo que la naturaleza no parece haber dado a los habitantes de la península, según generalizada opinión, esto es, capacidad de pactar, lo aprenderán en seis semanas. Es como si estuvieran acudiendo a un crash course de "pactología".
El PSOE, con sus raquíticos 90 diputados, ocupa la centralidad política, como si tuviera entrada numerada y con la misma seguridad con que Podemos ejerce un insólito "derecho de pernada", al decir del ex-ministro socialista Corcuera, ánimo en perpetua y clamante ira que ha vuelto del reino del olvido. El joven jeque Sánchez es el primero que parece dispuesto a liberarse de la apolillada tutela del viejo gurú González a quien todos respetan en público y maldicen en privado.
Los socialistas parecen haber pillado a los de Podemos alquilando una escalera para asaltar los cielos, menester al que se dedican los fines de semana igual que los demás van a setas o visitan a su anciana madre. Porque, de no ser así, jamás permitirían ellos que alguien les arrebatase ese lugar de centralidad política al que están abonados como las peñas futbolísticas de los barrios periféricos y que, al parecer, dominan por mor de su brillante oratoria y sus probadas capacidad metafórica y esterilidad conceptual.
Ciudadanos, cuyo jefe se había acostumbrado ya a que, fuera de Cataluña, alguien prestara atención a las sinsorgadas que dice con la misma vacua solemnidad e idéntica sonrisa con que Primo de Rivera decía las suyas, está insólitamente callado. Tanto que alguno ha apuntado la posibilidad de que el flamante líder del neofalangismo haya sufrido un shock traumático como el que Naomi Klein sostiene que los psicópatas capitalistas aplican a las sufridas masas de consumidores occidentales cuando ya no queda nada por consumir.
Los partidos independentistas catalanes, ERC y el mutante Democràcia i Llibertat (DiL), cada vez parecen más una especie de embajadores hirsutos de los confines del Imperio que invaden los espacios capitalinos con sus guturales voces. Desconocedores del protocolo servil de la corte, agravian casi sin querer al monarca, al que tratan con el desprecio propio de los pueblos libres para los cuales nadie es más que nadie y, según las oscuras fórmulas de los juramentos en sus apartadas selvas, cada uno vale tanto como vos y, todos juntos, más que vos.
El PP, viejo casino fané y descangallado, refugio inmemorial de bandidos de la sierra, asaltacaminos, bandas de gangsters, jugadores de ventaja, busconas en decadencia y vendedores ambulantes de crecepelos, espera a que se restablezca el orden tras el paso del huracán del 20D para evaluar daños. Algunos de sus más afamados cuadrilleros han buscado santuario en el grupo mixto, mientras los seguidores de las germanías valencianas desfilan camino de las galeras del Rey. Su jefe, nostálgico de los tiempos de gloria en que le bastaba guiñar el ojo izquierdo para que las cohortes aplastaran toda resistencia, trata de sobrevivir en el parque jurásico de su residencia a la sublevación de sus jefes de mesnadas, dispuestos a ocupar su sillón y entregarlo a él en manos de los inmisericordes jueces.
Estos, los jueces, crecidos en su independencia al ver que los partidarios del príncipe están obligados a abandonar sus antiguas posesiones y no mandan ni entre los forajidos más fieles, comienzan a recobrar el resuello y a actuar con el sentido de la rectitud y la justicia que siempre se les atribuyó, incluso cuando no los demostraban. Mantener a la Infanta Cristina en el banquillo de los acusados, como el resto de los supuestos ladrones de guante blanco y sangre azul es un acto de rebeldía. Librarse de los dos jenízaros procesales encargados de la impunidad de los exactores del imperio una prueba de la alborada inicial de la justicia en el páramo castellano.
El Comité Federal quiere, dice, marcar los límites de actuación del cónsul Sánchez, ciñéndole los poderes a pactar a medias con los representantes de la plebe de coletas y negar el saludo a los independentistas más allá del limes, de los que no podrá solicitar ayuda activa ni pasiva. Según mandato de estos conmilitones, el compañero secretario general no podrá beneficiarse de los votos independentistas y tampoco de su abstención ni ausencia. Es algo absurdo porque eso significa que Sánchez tendrá que emplazarlos y exigirles que voten en contra suya, aunque no quieran, lo cual parece más difícil y maravilloso que ver licuarse la sangre de San Pantaleón.
Pero, sin duda, la más fantástico de la situación es que la estabilidad de un hipotético gobierno de la izquierda española dependa de los independentistas catalanes cuyo interés lógico (quizá no muy español en el sentido de don Pelayo, pero bastante razonable) es que no haya gobierno estable alguno en España que pueda mover a la represión de su programa de independencia. Sobre todo ahora que, careciendo el imperio de legiones, pretende sofocar los movimientos emancipadores a base de magistrados o comisarios del Príncipe disfrazados de jueces.
Las jóvenes esperanzas plebeyas con su promesa de sangre renovada, pueblan las gradas más altas y lejanas del anfiteatro en la alegre barahúnda de mocosos y núcleos irradiadores mientras envían ultimata al centro de mando de Imperio, exigiendo posada y pernocta para los suyos en los aposentos del Señor en condiciones de igualdad con su servidumbre. Pero la guardia del pretor prefiere llegar a un acuerdo con Ciudadanos, valorando en estos dos virtudes sobre otras: son más modestos y realistas, menos bocazas y presuntuosos que los de Podemos y más de fiar que ellos porque no albergan en su seno los cestos de manzanas de la distintas discordias troyanas.
Al final, la combinación más posible que permita a los patricios llegar a los Idus de marzo dejándose por el camino el alma en pena del Sobresueldos del castillo, es un gobierno del PSOE con un Podemos al que los dioses hagan comprender que ni están solos en el mundo ni este les pertenece, con un compromiso firme de los neofalangistas de ciudadanos de abstenerse siempre que una confluencia de votos negativos amenace la continuidad del gobierno.
Solo esta combinación eliminaría, de un lado, que el independentismo catalán destruya los gobiernos centrales uno tras otro como las cargas de la caballería númida destruía las formaciones romanas y, de otro, que los espectrales pobladores del castillo gótico de la derecha, con el maléfico y balbuceante Sobresueldos vuelva a sumergir España en otros cuatro años de estupidez y opresión.
Eso o elecciones nuevas que no interesan a nadie salvo a los independentistas catalanes para seguir adelante con su hoja de ruta hacia la independencia y a la derecha troglodita y cleptómana para que no se hable de su corrupción crónica.