Si se aplicara al gobierno del PP un análisis empresarial de resultados, uno de esos que miden la eficiencia, concepto fetiche del recién dimitido Fernández Lasquetty, la dirección lo pondría en la calle en veinticuatro horas y sin indemnización. Su gestión ha sido un fracaso completo, patente a los ojos de todo el mundo, sin que los denodados esfuerzos de propaganda puedan ocultarlo.
El fiasco mayor corresponde al problema también mayor, el prioritario, a cuya solución se subordinaba todo lo demás, la salida de la crisis. Rajoy había prometido que arreglaría la economía en dos años y que bajaría el paro. La economía no se ha arreglado, según todos los indicadores y magnitudes y una de ellas, muy significativa, el paro, ha subido. Eso se llama fracaso. El presidente aplaza hoy sus promesas de hace dos años otros dos años. Para entonces empezaremos a salir de la crisis, se creará empleo, etc. Pero eso lo dice a beneficio de inventario, sin datos fiables y a base de interpretar torticeramente los que hay que, por supuesto, pueden -y quizá deban- interpretarse en sentido contrario al presidencial: de recuperación económica, nada. Aunque El País siga anunciándola, con cierta discreción.
A ese problema heredado Rajoy ha añadido otro de su propia cosecha, la crispación y agudización del conflicto catalán. El acto de afirmación nacional española del sábado en Barcelona fue la conclusión de una larga serie de desencuentros, presididos por una actitud displicente, incluso hostil de la derecha hacia el nacionalismo catalán. Y precisamente en el momento en que la sentencia del Tribunal Constitucional en su recurso contra el Estatuto, encendía la mecha de la indignación en el Principado que propiciaba la convergencia de los dos nacionalismos, el burgués y el radical, en la vía soberanista. La capacidad de Rajoy para entender el alcance de esta reacción la da el hecho de que calificara de algarabía nacionalista la Diada de 2011. Mira por donde la algarabía lo ha llevado a una situación en que, tras haber acusado a Zapatero de "romper España", es él quien puede aparecer como responsable de esa ruptura por acción o por inacción. Un problema territorial en donde antes no lo había. Otro fracaso.
No tenia necesidad alguna de meterse en un avispero. Se ha metido en cuatro: la sanidad, la educación, el orden público y el aborto. Y eso en un crescendo delirante de acción reacción/represión que ha llevado a la prensa extranjera, por ejemplo, el Guardian, a hablar de deriva española hacia la dictadura. En el punto de mira, la Ley Mordaza. Naturalmente, es una ley para establecer un Estado policial, una ley de plenos poderes al gobierno y sus fuerzas de choque, eliminando controles parlamentarios y judiciales. Una deriva, además, como de esperpento, que empezó privando a los inmigrantes ilegales de asistencia sanitaria y ha terminado, de momento, con el espectáculo del otro día: el ministro de Justicia vendiendo su infumable Ley contra las mujeres a la oposición en nombre de los valores de la izquierda, según la pauta del Manifiesto comunista. Así ha conseguido suscitar una especie de coro europeo de protesta contra ese ataque a los derechos de las mujeres que Rajoy atribuirá sin duda a la leyenda negra pero que nos ha dejado de nuevo a los pies de los caballos ante el mundo civilizado. Otro fracaso monumental. Adobado por una consideración vergonzosa. El ministerio de Gallardón-quien defiende su proyecto de ley con apasionamiento por razones de principios- elabora una justificación de la norma uno de cuyos puntos es decir que esta será beneficiosa para la economía al aumentar la natalidad. Los principios al servicio de la carne de cañón y a costa de la opresión de las mujeres. Redoblado fracaso.
El clima de corrupción general del país, segunda preocupación de los españoles, no ceja. Al contrario, se incrementa y se hace más opresivo merced en especial a la ineptitud del presidente del gobierno. ¿Quién le mandaba decir en TV que todo le iría bien a la Infanta? No resuelve nada a la Monarquía, pero unce su gobierno a la suerte procesal de una imputada de donde puede salir cualquier cosa. Las propias autoridades no se molestan ya en ocultar sus vínculos con las tramas delictivas. Cuando no es un presidente de comunidad autonoma es un consejero, o un alcalde, o un director general o cualquier otro de los cientos de altos cargos. No ha habido, no hay una lucha real contra la corrupción, entre otras cosas porque la fiscalía anticorrupción parece más interesada en proteger a los presuntos corruptos. O sea, enésimo fracaso.
Ni en su partido es el presidente capaz de poner orden. Y es un partido de orden. Incluso de ordeno y mando. Pero Rajoy lo tiene soliviantado, inquieto, abatido, en un estadio próximo al sálvese quien pueda. Vox (por cierto, la empresa homónima sita en la Gran Vía madrileña podía alquilarle parte del local, así tendrían sinergias), la salida de Vidal Quadras, la espantada de Mayor Oreja, los dardos envenenados de Aguirre, el enfurruñamiento de Aznar, la efervescencia de los sectores próximos a las víctimas del terrorismo, dibujan un panorama desolador a cuatro meses vista y con una ya casi obligada crisis de gobierno si quiere llevar a algún ministro a la cabeza de la lista europea. Es decir, nuevo fracaso. (Incidentalmente, Palinuro, con su reconocido ánimo constructivo, brinda al presidente una idea: nombre cabeza de lista para las europeas a Gallardón y dígale que se lleve su proyecto de ley contra las mujeres para meditarlo un lustro in partibus infidelium, que es a donde mandaban los Papas a los obispos molestos. Desde luego algo así no suena muy factible pero es por la pavorosa falta de sentido del humor de la derecha española, siempre tan borgoñona.) En fin, otro fracaso.
El rotundo, patente fracaso interior se trufa con una serie de pifias y meteduras de pata del presidente en el exterior que no son más escandalosos porque allí nadie lo mira ni lo escucha, pero tienen un efecto mortal en la opinión doméstica. Rajoy lleva el alma dividida: quiere huir de su país (sobre todo de los medios) pero quiere mandar desde fuera testimonio de sus triunfos. Y no consigue ninguna de las dos cosas. Fracaso tras fracaso.
En esas condiciones, lo más sensato es aprovechar el ecuador de la legislatura y marcharse por el foro, dejando la gobernación en manos de quien sepa qué hacer antes de que las cosas ya no tengan remedio. Y, de paso, llevarse a los otros dos paradigmas del fracaso de la derecha: los gobiernos de Madrid y Valencia, los bastiones electorales del PP.
Los dos, renovados recientemente en las personas de González y Fabra, han fracasado tan rotundamente como el gobierno central. Valencia no se ha sacudido el sobrenombre de reino de la Mafia sino que lo ha confirmado. Hay un porcentaje respetable de diputados en las Corts mezclados en procesos penales y, fuera de ellas, muchas administraciones provinciales y locales están salpimentadas de casos de corrupción a cual más extravagante y descarado: estafa en la gestión de residuos sólidos, aeropuertos sin aviones, torres inexistentes, trampas en la visita del Papa, edificios millonarios de "tente mientras cobro la pastuqui", expolio de la ayuda a las organizaciones benéficas. Como dicen los ingleses, you name it. Un fracaso total, absoluto, injustificable.
La Comunidad de Madrid, más parsimoniosa ha fraccionado el pago de los fracasos, ha ido fracasando en diferido. Primero fue el proyecto Eurovegas: una inenarrable vergüenza y una humillación con ruina asegurada para la Comunidad pero presunto enriquecimiento de unos cuantos liberales que no prosperó porque el millonetis no tenía el dinero que decía tener. A ese fracaso añadió luego el de la candidatura olímpica. El papel de máximo ridículo internacional correspondió a la alcaldesa Botella, pero el revolcón y finiquito de las expectitativas fue también para la Comunidad. Eurovegas y Madrid 2020 eran Eldorado y se han quedado en esqueletos inservibles y páramos desolados. Otro fracaso.
Y el último le llegó ayer. Adiós a la privatización del sistema madrileño de salud. Potentes empresas decepcionadas, expectativas defraudadas. Fortunas truncadas, entre ellas, presuntamente, las de quienes tomaban las decisiones privatizadoras que luego se colocan en las empresas beneficiarias de sus privatizaciones. Otro fracaso redondo. Lasquetty a la calle. Pero debieran irse todos, porque este era un plan del gobierno en su conjunto: el de despojar a la gente del servicio público para dárselo a las empresas privadas a que hicieran negocio gestionando unas actividades que, según sus administradores, son ruinosas. Un expolio evidente que ha parado en seco la acción organizada de la gente, respaldada por los tribunales.
Este es el rasgo definitivo del último fracaso del gobierno madrileño: viniendo tras la experiencia de Gamonal, ha corroborado que, cuando la gente se organiza, lucha por sus derechos, es constante, desbarata y hace fracasar los planes y medidas de unas autoridades que gobiernan exclusivamente en pro de los ricos y de la iglesia, que son lo mismo.