Nadie está por encima de la ley dice, muy sentencioso, un hombre que está acusado en sede judicial de haber cobrado sobresueldos de procedencia dudosa; uno que, según parece, costea la dependencia de su padre con dineros públicos que niega a los demás dependientes; uno cuyo partido está literalmente plagado de corrupción; que hace con la ley lo que le da la gana cuando le da la gana porque, con su mayoría absoluta en el parlamento, puede permitirse el lujo de ignorarlo de forma que su función es convertir en leyes con aplauso los proyectos que se le ocurren al jefe, cuando y como se le ocurren. El último ejemplo: el gobierno ha reformado por ley sin consenso alguno, con los solos votos de sus diputados, el estatuto del Tribunal Constitucional para ponerlo más a su servicio.
O sea, el nadie está por encima de la ley quiere decir que nadie está por encima de mi ley, excepto yo, claro, porque es mi ley, dado que la hago y deshago cuando me da la gana. La ley es mi voluntad y esto quiere decir que aquí se hace lo que yo quiero. Esa es la filosofía profunda del presidente de los sobresueldos cuando requiere a los independentistas catalanes que se atengan a la ley. A su ley.
El encargado de transmitir este mensaje es un órgano político desprestigiado y carente de crédito como el Tribunal Constitucional que se encuentra en tan penosa situación porque el PP se empeña en utilizarlo como su brazo jurídico y, para colmo, el partido del gobierno ha puesto de presidente a un militante de ese mismo partido.
El Tribunal Constitucional, a una velocidad de relámpago, que contrasta con su lentitud de paquidermo en otras causas, ha tomado una medida de anulación por razones políticas y en una sentencia política que ya ha tenido respuesta en sede política en el Parlament de Cartaluña de que el proceso independentista no se ralentiza ni se frena.
Los políticos parlamentarios españoles, especialmente los de derechas, han blandido la espada flamígera de la ley, como San Miguel, para expulsar del edén independentista a los autores de la declaración. Rivera cree que esa declaración es una "barbaridad jurídica y política", un juicio típicamente atolondrado entre quienes no saben de qué va. Lo mismo que Fernández Díaz, el ministro del Interior que condecora vírgenes. Rivera por un lado, con Inés Arrimadas de acompañante, pide a Mas que se vaya a su casa cuenta habida de la sentencia, como si esta, en lugar de ser un auto, fuera una orden de desahucio.
La Generalitat sostiene que esta sentencia no altera el proceso soberanista. Es decir, plantea una vía de hecho frente a otra de derecho. Y, de ese modo, se tiene un conflicto en paralelo. Para el hecho, el derecho es injusto; para el derecho, el hecho es delictivo. Esto no se puede resolver ya así como así con alguna forma de negociación que sirva para desactivar las cargas que se han ido poniendo en los últimos años. Nadie ha querido ver que en España había un problema de encaje de naciones. Las consecuencias se pagan cuando las naciones deciden aplicar la llamada "doctrina Sinatra", es decir, ir cada una por su lado.
Y es entonces cuando el incompetente responsable de este desaguisado dice que no es responsable del desaguiado que ha organizado.