Mi artículo de hoy en elMón.cat sobre el estado de las negociaciones entre JxS y la CUP para formar gobierno en Cataluña. Sostengo que la independencia está en marcha incluso aunque parezca que no y, a veces, cunda el desánimo entre sus partidarios, sobre todo después de la segunda negativa a investir a Mas. Sin embargo, no hay otra posibilidad porque, llegados a este punto, si la independencia de Cataluña tiene costes elevados, más elevados serán los de la no-independencia. Especialmente porque, en el hipotético caso de que se diera ese fracaso, no sería por un resultado adverso en un referéndum, sino por la incapacidad de los políticos para ponerse de acuerdo y gestionar una buena oportunidad. Algo que la gente, probablemente, no perdonaría.
A continuación, la versión española:
No hay marcha atrás.
Nadie dijo nunca que la independencia iba a ser gratis. Tienen razón los neoliberales más extremos: “no hay almuerzo gratis”. Todo tiene un coste. Y, cuanto mayor es el fin, más elevado el coste. La independencia, el estadio más alto a que puede aspirar una comunidad digna y libre, tiene el máximo precio que quepa imaginar, incluso el de renunciar a cualesquiera otras referencias ideológicas o vitales Por la independencia, como por la libertad, pues son lo mismo, “la vida y la hacienda se han de dar”, como decía don Quijote.
Por muy alto que sea el coste de la independencia, mucho mayor será el de la no-independencia. Todos los males y desgracias que los unionistas vaticinan en caso de emancipación se harán realidad en el de la continuidad de la dependencia. Y alguno más. Esos malos augurios son proyecciones de la insatisfacción actual. La conservación del statu quo, incluso la involución, será la verdadera fractura social, así como la humillación y la frustración de una sociedad que entrevió una oportunidad vital única solo para verla esfumarse entre recriminaciones recíprocas.
Cataluña tiene en su haber una larga serie de derrotas históricas que quintaesencia todos los años en la Diada. Muy competentes historiadores rivalizan luego en la tarea de explicar un fracaso mantenido a lo largo de los siglos. Todas las derrotas comparten una causa general, aparte de las específicas de cada momento: la falta de voluntad de victoria que se manifiesta siempre que alguien afirma querer la victoria pero pone límites a los costes que está dispuesto a asumir. ¿Quiere esto decir que no hay límites y que el fin justifica los medios, como piensan los jesuitas? En absoluto. Ningún fin, ni la independencia, justifica la inmoralidad, la injusticia, la inhumanidad y menos uno que es, precisamente, moral, justo y humano. Quiere decir que, dejando a salvo el principio aúreo de la moral racional universal, acuñado en el imperativo categórico kantiano (tratar a los demás como queremos que nos traten a nosotros) ningún coste es excesivo para lograr la independencia, como no lo es para lograr la libertad porque solo la independencia y la libertad nos hacen dueños de nosotros mismos.
Achacar a otro falta de voluntad para alcanzar el objeto común sin haber probado fehacientemente que la propia carece de límites excepto el mencionado de la regla áurea es un subterfugio cuya única utilidad consiste en evadir la responsabilidad a la hora de la derrota. Es preparar el camino para consolarse encajando un fracaso más, trasladando la oportunidad actual a un impreciso horizonte futuro. La muy comprensible tendencia humana a nadar y guardar la ropa, a asegurarse una justificación y un consuelo para el caso de no lograr el objetivo previsto que, entre otras, retrata la fábula de la zorra y las uvas, solo conoce un medio seguro de evitar que se produzca el desestimiento: quemar las naves, volar los puentes de retirada, cegar el camino de vuelta, no dejar expedito sino el que lleva adelante.
Los principales dirigentes independentistas están hoy inmersos en tensas y abstrusas negociaciones para conseguir una fórmula que permita un gobierno en Cataluña y que ese gobierno aplique la hoja de ruta de la desconexión y hacia la independencia. Lo hacen en un contexto de fuerte presión exterior, con un Estado dispuesto a llevar su oposición a sus últimas consecuencias. Pero también en medio de contradicciones y tensiones internas que incrementan la desconfianza entre los sectores en negociación. Unos sospechan que alguna concesión suficientemente significativa del nacionalismo español desactivaría el propósito independentista de los otros y estos se malician que el maximalismo de aquellos solo enmascare la falta de compromiso real y efectivo con la independencia como finalidad en sí misma. Entre medias el creciente desánimo de una ciudadanía a la que se exige un a paciencia y una confianza en sus líderes a las que estos están obligados a responder de modo positivo. Sin contar con la expectativa de aquellos españoles que, de acuerdo con un reciente libro de Alfred Bosch, ven una oportunidad favorable en la indepndencia de Cataluña, por alambicado que pueda parecer.
Por eso, ¿qué tal si los principales responsables de las negociaciones se reúnen en público y se comprometen solemnemente a tener un gobierno catalán que lleve adelante la hoja de ruta y en un plazo específico, sean cuales sean las circunstancias? Esto es, hacer lo mismo que están haciendo ahora, pero cada uno por su lado, tratando de tranquilizar a sus respectivos electorados. El acto sería conjunto y equivaldría a un pacto formal, de esos que se cumplen. Sería un acto equivalente al de quemar las naves, demostrando que no hay vuelta atrás ni camino de retorno.
Porque no lo hay.
La derrota no es una opción.