dimecres, 24 de desembre del 2014

No son lo mismo.

Desde el minuto uno de la admisión a trámite de la querella contra Mas por desobediencia han comenzado a formarse colas de ciudadanos que voluntariamente acuden a autoinculparse junto a su presidente. Una especie de espontánea leva del orgullo patrio. Porque, como era de esperar, la persecución judicial a Mas se ve como el enésimo ataque castellano, mesetario, español, a Cataluña y un paso más en la afirmación de un espíritu de desobediencia civil que está incubándose. "He aquí", argumentarán los independentistas, "otra razón a favor de la independencia: que no vengan de fuera a perseguir a nuestros presidentes". No solo de la independencia en un brumoso futuro, sino de la independencia aquí y ahora, ya, a través de una declaración unilateral. Y todo aparecerá simbolizado en la persona de Mas, como un nuevo Moisés, que lleva a su pueblo tras de sí.

No se me alcanza en qué situación habría de estar Rajoy para que los ciudadanos españoles acudieran en masa a autoinculparse de un delito, prestos a desobedecer. Por tanto, la equiparación de ambas figuras en peripecias tan distintas es francamente desacertada, además de una afrenta a muchísimos catalanes. Pero es que, se dice, no es esa la cuestión. Nadie duda de la gallardía de Mas, capaz de arrostrar consecuencias personales desagradables por sus convicciones, cosa que el otro ni huele, y si no se menciona es por algún lamentable olvido. Pero el asunto es más profundo. No afecta a las personas concretas de Rajoy y Mas sino a lo que ambos representan, los programas que defienden, las políticas que aplican, siempre iguales, a fuer de casta. Casta española, casta catalana y con la casta no se va ni a cobrar el aguinaldo, mucho menos a bautizar el niño.

Ciertamente, pero ese tampoco es el problema. Nadie niega que Mas represente los mismos intereses económicos, industriales, financieros que Rajoy. La cuestión es si, además, personifica un ánimo, un espíritu, una reivindicación nacional compartida hasta ahora por una mayoría de diputados del Parlament y, es de suponer, del electorado. Y así parece ser por reconocimiento de sus partidos aliados y amplios sectores de la sociedad civil. La equiparación entre Rajoy y Mas en este campo presupone que solo se admite un eje social como linea de fractura y no otro nacional. Podemos niega a Mas y CiU legitimidad para liderar un proyecto soberanista cuando todo el bloque soberanista se la reconoce, como se prueba, entre otras cosas, por la oferta de Junqueras a Mas de presidir la Generalitat aunque pierda las elecciones.
 
Esa negativa al reconocimiento de la dimensión nacional solo puede hacerse por dos vías, ambas poco admisibles. Por la primera, poniendo en duda la sinceridad del espíritu soberanista de CiU. Un partido que tiene sedes embargadas por asuntos de corrupción y que ha llegado a institucionalizar esta es casta y con la casta, lo dicho, ni a la esquina. La idea de que corrupción y patriotismo son incompatibles necesita muchos matices y no merece la pena porque hay una hipótesis más simple. En la medida en que el bloque soberanista cierra filas con la Generalitat y su partido, CiU, en un proyecto de construcción nacional, Mas puede ser un bandido sin entrañas, un estafador o un trilero, pero se verá obligado a personificar la figura del líder que consiguió la libertad de su pueblo, el padre de la nación catalana, a interpretar una historia heroica como la del General della Rovere. Porque es la gente la que lo quiere así. Y la gente no es casta, ¿no?
 
Por la segunda vía el dedo no se pone en la llaga de la sinceridad, sino en el del concepto mismo de soberanía. Esta no es, según Podemos, una cuestíón de banderas y otros símbolos, sino de realidades materiales, tangibles. Es un renacimiento de la vieja distinción de Lassalle entre la constitución material y la constitución formal. Muy afortunada, como siempre y como siempre, muy opinable porque tan legítimo es propugnar la primacía de lo material y tangible sobre lo simbólico y formal, como al revés.  Podemos llama soberanía a someter todo, lo material y lo formal, a debate en un proceso constituyente salido de unas futuras elecciones legislativas en el marco de la Constitución de 1978. A someter todo a debate de todos, cosa en la que no todos coinciden. El bloque soberanista, en cambio, quiere conocer antes el alcance de los poderes de cada cual porque él también tiene un proceso constituyente en marcha y bastante más avanzado que el español, hasta el punto de que incluso está redactándose un proyecto de Constitución de la Repúblican Catalana.
 
Y aquí ya se mezclan dos conceptos que son anatema en el debate público español, independencia y república.
 
Definitivamente, no es cosa de nombres. Es cosa de proyectos.