La adhesión de la derecha española a la democracia es inexistente. Heredera ideológica y, en muchos casos, biológica, del franquismo más criminal, considera que el Estado democrático y social que la Constitución consagra es una pepla con la que hay que cargar en estos tiempos tan contrarios al caudillismo y la dictadura, sus dos querencias. Acepta la democracia como mal menor, mientras no se pueda volver a formas de gobierno más reciamente hispánicas y nacionalcatólicas y siempre que, entre tanto, puedan reformarse las leyes para garantizar su acceso al poder y su mantenimiento en él por los siglos de los siglos, como exige el orden natural de las cosas.
Precisamente uno de estos proyectos de cambio legislativo en provecho propio es lo que propone el partido del gobierno con la elección directa de alcaldes. Pretende esconderlo y adornarlo en otro programa más amplio que llama de regeneración democrática. Que este partido, una presunta banda de malhechores creada para expoliar el erario público, y cuyos dirigentes, incluido el presidente del gobierno, llevan veinte años cobrando dineros de la corrupción, apadrine una regeneración democrática es algo tan absurdo que solo puede darse en España, la tierra del esperpento. Tal proyecto de elección directa de alcaldes pretende garantizar que el PP siga mandando en los principales ayuntamientos con el doble objetivo de continuar robando y de impedir que otros gobiernos municipales puedan auditar su gestión y pasar factura por las tropelías cometidas hasta la fecha.
Los sondeos vaticinan unos resultados desastrosos para el PP en las próximas elecciones municipales y autonómicas de mayo de 2015. Con un poco de suerte, conservaría el gobierno de las dos ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, baluartes de la cristiandad en tierras del infiel. Y, con las alcaldías, también perdería los gobiernos autónomos de gran parte de las Comunidades en las que, como en Madrid y Valencia, lleva decenios haciendo chanchullos, expoliando las arcas públicas, llenando los bolsillos de los militantes, amigos, deudos y clientes; en definitiva, privatizando, robando lo público, quedándoselo a precio de ganga, haciendo política neoliberal.
Aunque aun falten más de ocho meses hasta los comicios, no es cosa de tratar de recuperar el terreno perdido a base de campañas electorales y preelectorales, sobre todo ahora que ya no pueden pagarse con dinero de la Gürtel, porque, el desprestigio del partido y sus políticas ha alcanzado un punto de no retorno. La corrupción, el robo generalizados, la manifiesta incompetencia y estupidez del presidente del gobierno y sus ministros, el carácter retrógrado, nacionalcatólico de sus políticas, su evidente actitud antipopular de saquear a la población en beneficio de los ricos, la ruina del país y sus clases medias y la crisis territorial en que ha sumido a España, no pueden ya disimularse más ni siquiera en una situación en la que el gobierno dispone de unos medios de comunicación en actitud de casi total sumisión lacayuna a sus designios, solo aptos para denigrar a la oposición y alabar las arbitrariedades del poder.
Los índices de popularidad del presidente y los ministros son los más bajos de la historia democrática española y la intención de voto a su partido prácticamente inexistente. El descrédito de su acción alcanza cotas insuperables. Nadie cree a Mariano Rajoy cuando, forzado por las circunstancias, se ve en la necesidad de farfullar alguna explicación en ese español que no llega a dominar y todo el mundo piensa, incluidos sus seguidores, que el hombre no hace otra cosa que mentir y mal. Afortunadamente para él, dada su carencia de dignidad, ello no parece afectarlo. De otra forma, hace mucho tiempo que, al estar bajo fuerte sospecha de haberse lucrado con dinero negro, se habría ido a su casa para no seguir siendo la ridícula vergüenza internacional que hoy es.
En esas circunstancias, la única posibilidad de contrarrestar los vaticinios de los sondeos es cambiar la ley electoral. Hacerlo a ocho meses de la consulta es una trampa típica de ventajista, desde luego. Pero no parece que tal cosa arredre a un personal que lleva veinte años haciendo trampas de todo tipo, cobrando sobresueldos de la caja B y financiándose ilegalmente. Téngase en cuenta que la alternativa es mucho peor. Gentes como Cospedal, Fabra, Feijóo, Monago, Botella, Barberá, verdaderos ejemplares de un proceso de selección política a la inversa en el que se promueve a los más ineptos, símbolos de una forma autoritaria, antidemocrática de gobernar, perderían sus canonjías, sus estructuras caciquiles, sus séquitos de amigos, enchufados y clientes.
A todo lo anterior se añade un dato que la derecha tiene muy presente: la división de la izquierda hace casi seguro que, con una reforma electoral como la prevista, que prima con mayoría absoluta la lista que pase del 40 por ciento, conservaría todos sus cargos municipales y autonómicos y hasta ganaría algunos otros. Con ese señuelo es casi seguro que la derecha cambiará la ley electoral gracias a su mayoría absoluta, sin pactarla con nadie, de forma autoritaria, por decreto, con su inconfundible estilo fascista adiornado de frecuentes llamadas al diálogo.
De darse esta situación extrema, la izquierda solo tiene una respuesta posible si quiere sobrevivir: presentarse a las elecciones con candidaturas unitarias que agrupen a todas las organizaciones de esta tendencia. Todas quiere decir todas, incluido el PSOE. No hacerlo así es un acto de irresponsabilidad que llevará a que esta derecha nacionalcatólica y troglodita acabe de destrozar el país con otro mandato de cuatro años.
Continuar con las desavenencias, con las críticas, los desplantes y los insultos; seguir, como en el caso del PSOE, amagando con pactos con el PP y negando todo entendimiento con lo que da en llamar “populismos”; mantener, como en el caso de IU que el PSOE y el PP son la misma mierda y negar toda posibilidad de alianza (siendo así que la federación, gobierna en Extremadura y Andalucía en situación de franca esquizofrenia); perserverar, como en el caso de Podemos, en que el PSOE es parte de la casta y rechazar cualquier posible colaboración con él; todo eso son recetas seguras hacia el fracaso y la derrota electoral.
En noviembre de 1933, las izquierdas fueron a las elecciones desunidas y las derechas formando una piña en la CEDA. El resultado fue el bienio negro. Al día de hoy y en mayo de 2015, es fuerte la tentación de repetir tan estúpida decisión en virtud de un cálculo de oportunidad que, seguramente, saldrá mal. No conviene, suele decirse, alianza alguna preelectoral porque en mayo de 2015, por fin, puede darse un realineamiento de la izquierda, el PSOE descenderá y dejará de ser el partido hegemónico, se producirá el ansiado sorpasso y habrá posibilidades de un verdadero gobierno de izquierda. A su vez, también el PSOE puede incurrir en un cálculo igualmente irresponsable al insistir en que sus problemáticas posibilidades de recuperación dependerán de que no se presente en amalgama con ninguna otra formación. Que el cálculo que haga IU seguramente será también erróneo se deriva de la acreditada capacidad de la organización para equivocarse en sus previsiones.
El fraccionamiento de la izquierda no se limitará a ser la enésima manifestación de una incapacidad teórica y práctica lamentables, la prueba de qué hondas son en ella las raíces del oportunismo, el dogmatismo, el personalismo, el culto a la personalidad y la falta de sentido real de transformación social. Será algo mucho peor. Será la evidencia de que el discurso socialdemócrata está muerto y solo actúa como trasunto del neoliberalismo más inhumano. Pero también de que el sentido crítico y la voluntad de emancipación real de la izquierda transformadora no es más que retórica hueca y bombástica de unas gentes incapaces de ver un palmo más allá de su narcisismo o sus intereses de burócratas paniaguados.