dijous, 11 de setembre del 2014

300 años.

¿Quien dijo a los que detentan el poder que gobernar era asunto sencillo, previsible, de sentido común, de hacer las cosas como Dios manda, de ser práctico y constante? Pregunta retórica, pues no se lo dijo nadie. Se lo inventaron ellos y es probable que con el mismo espíritu con el que se inventaron que iban a reducir el paro, no subir los impuestos o respetar las pensiones.

La Diada de este año, hoy, promete ser apabullante, revelar su naturaleza de cuestión de Estado. Después de tres años de efervescencia, a raíz de la malhadada sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto, el independentismo catalán lleva la iniciativa y ha demostrado una gran pujanza basada en tres factores: a) tiene razones de peso, que debieran estar siendo debatidas pero no lo están; b) las expone de forma democrática, dialogada, positiva; c) y lo hace con un dominio de las técnicas de comunicación política envidiable.

Frente al independentismo, el Estado central, el gobierno y su partido y, en general el nacionalismo español aparecen a la defensiva, sin estrategia coordinada, sin opciones alternativas, salvo ese difuso federalismo que esgrime Pedro Sánchez, heredado de Rubalcaba. Del alcance de la propuesta da idea el hecho de que el mismo Sánchez haya dejado claro que no reconoce derecho alguno a decidir de los catalanes y que en eso coincide con Rajoy. Este, a su vez, cerrado a toda negociación, al tiempo que insiste en ser partidario acérrimo del diálogo, de la impresión de que ni siquiera tiene una idea clara de las dimensiones reales del fenómeno. Con motivo de la Diada de 2012, cuando un millón y medio de personas pidió en Barcelona que Cataluña fuera un nou estat d'Europa, Rajoy daba prueba de su incapacidad para comprender el problema diciendo que España no estaba para algarabías. Cometía así el mismo típico y altanero error que Cameron con Escocia: infravalorar al adversario, en cierto modo hacerlo de menos, despreciarlo. Justo la actitud más estpúpida frente a quienes sienten estar luchando por su dignidad como pueblo. Cameron se ha dado cuenta a tiempo y, aparte de ofrecer alguna concesión material más, ha abierto su corazón y confesado que se sentiría muy desgraciado si los escoceses se van. Es obvio que el sondeo en el que se daba mayoría a la independencia ha ayudado a la élite británica a caer del guindo. La salida de Escocia es un fracaso del Reino Unido y se ve como el portento de una época de fraccionamiento europeo.

En España no se llega a tanto. Por no faltar a la costumbre, Rajoy no entiende la gravedad del error de despreciar al adversario. Por otro lado, aquí nadie se anda con pendejadas y tiquismiquis democráticos. No se celebrará referéndum alguno. Escocia no tiene nada que ver con Cataluña porque no. Y ya está.  La soberanía nacional no se trocea, postulado en el que cuenta con el apoyo de Pedro Sánchez sin otro argumento que lo previsto en la Constitución texto, sin embargo, que los dos partidos dinásticos cambian en veinticuatro horas cuando se lo ordenan quienes en verdad mandan.

Si la consulta, o sea el referéndum, se celebrara, las consecuencias serían unas u otras. Pero es absurdo pensar que, si se prohíbe el referéndum, no habrá consecuencias. Las habrá igual pero también serán distintas. No hay duda, con todo, de que limitarse a decir, como hace el presidente del gobierno, que se han tomado todas las medidas contra la consulta, no ayuda ni una pizca a nada bueno.

Y fuera de ese decir sin decir nada que más parece un amagar y hasta un amenazar, en la capital del Estado, nadie tiene propuesta alguna. Se supone que el Rey, en cumplimiento de la tarea mediadora y estabilizadora que la Constitución le adjudica, estará haciendo sus gestiones discretamente, llamando a este o aquella, comiendo allí o allá, convocando a unos u otros. Pero, entre la bisoñez del monarca, que inaugura su reinado con una crisis mayúscula, las más grave para el Estado en decenios, no es mucho lo que cabe esperar de estas gestiones de pasillos y despachos cuando el conflicto está en la calle con banderas desplegadas.

Los independentistas, que debieran llevarse el premio Príncipe de Asturias de la comunicación, están realizando una campaña de movilización social de gran impacto, haciéndola transversal, internacionalizándola y valiéndose de las tecnologías de la información y la comunicación. Ese cartel es un éxito. Los ejes de la "v" de la victoria, si no ando equivocado, recorren la Gran Vía de las Cortes Catalanas y la Diagonal, confluyendo en la Plaza de las Glorias Catalanas. Pura simbología.

Frente a ese espectáculo de participación (en todos los sentidos del término, incluso en el crítico de la sociedad del espectáculo) de la sociedad civil catalana, en el que entran castellers, artistas, monjas, deportistas, orfeones, empresarios, inmigrantes, jueces, cocineros, etc el nacionalismo español no tiene nada que oponer, no ha fabricado espectáculo propio, ni sus intelectuales y clases pensantes se han tomado la molestia de articular uno. Las escasas manifestaciones de las autoridades o personalidades tienen un contenido hostil hacia el soberanismo, pero sin presentar propuesta alguna renovada en ningún orden. Al contrario, la España nacional, con sus quinientos años de historia, no admite variación alguna. Es monárquica, taurina y nacionalcatólica. Y gobernada por la derecha cual si fuera su cortijo. Como siempre.