La fotografía ha cambiado el mundo. Como todos los adelantos tecnológicos. Unos mucho, otros poco; unos de golpe; otros gradualmente; unos de modo palpable; otros imperceptible. De la fotografía han salido cientos de técnicas y un arte por derecho propio con un gran pasado y que ha entrado en simbiosis con las demás artes y, desde luego, las actividades comerciales. La pintura moderna a partir de Degas es incomprensible sin la fotografía. El cine no es otra cosa que fotografía en movimiento.
El género tiene además una compleja tradición, más o menos conocida. Hay un razonable acuerdo en que tuvo su época cumbre entre los años treinta y sesenta del siglo pasado. El reinado del blanco y negro. La corriente principal (no la única, pues la fotografía está muy individualizada y es muy diversa) era la "fografía social", cultivada por unos artistas que se sentían comprometidos con las miserias de su tiempo. Y en aquellos años las hubo y muchas. Son los fotógrafos de la gran depresión, de los turbulentos treinta en Europa, la guerra civil española y las postguerras. Los Ansel Adams, Walker Evans, Dorothea Lange, Frank Capa, Gerda Taro, Brassaï, Henri-Cartier Bresson, etc. y también el prácticamente desconocido Nicolás Muller sobre el cual lleva tiempo abierta una exposición (125 tomas) en la sala del Canal de Isabel II en colaboración con LAFABRICA.COM
Muller fue un abogado húngaro judío, nacido en 1913, con una prometedora carrera ante sí que, en 1938, tras la anexión nazi de la vecina Austria, consideró conveniente exiliarse en París. Como era fotógrafo aficionado, decidió hacerse profesional y, sin hablar más que magiar, intentó abrirse camino con ayuda de amigos como Brassaï o Capa. Pero al estallido de la guerra, se refugió en Portugal y de allí, dio el salto a la entonces internacional ciudad de Tánger en donde ya se quedó siete años. Una vida huyendo de la guerra. Pero no del "compromiso" que arrastra desde sus años mozos en Hungría, cuando fotografía las condiciones de extremada miseria de los campesinos y jornaleros magiares, casi en régimen feudal. La exposición trae alguna de estas impresionantes imágenes. Luego, en París, en Marsella, en Oporto y en Tánger siguió fotografiando con el espíritu de documentalista capaz de plasmar en imágenes la diversidad de la miseria humana, la injusticia, el abandono, la pobreza. Era el "el compromiso", ese concepto que luego se popularizó entre los intelectuales occidentales, que se consideraban ante todo "comprometidos" en aquel espíritu que predicó el ruso Visarión Belinski, el del compromiso del intelectual. La idea recibió el entusiasta respaldo de Lenin y, al día de hoy, un intelectual que no esté "comprometido" viene siendo como el centinela que abandona el puesto de guardia.
En Tánger, Muller se casó y echó ciertas raicillas, dividiendo su actividad entre la fotografía de la realidad popular de la población árabe y bereber y su trabajo como fotógrafo para entidades oficiales de la ciudad y también del gobierno español. Sus imágenes sobre la población, su vida, sus casas, calles, ceremonias, desfiles, fiestas son extraordinarias, con la luz de Tánger haciendo maravillas en los contrastes. Tienen también un regusto de exotismo orientalista (muy comprensible en un centroeuropeo) pero se compensa con una gran capacidad de captar situaciones psicológicas.
En un vídeo que reproduce una entrevista que le hicieron, ya retirado en Asturias, en la TV húngara, cuenta que un alto funcionario del gobierno español, luego ministro de Exteriores, visitó Tánger y le encargó dos libros sobre la ciudad, que se publicaron en España en el Instituto de Estudios Políticos. El personaje no podía ser otro que Fernando María Castiella, fundador y director del dicho Instituto y luego ministro de Exteriores de Franco. Entre eso y una conexión que consiguió con Ortega a través de su secretario, Fernando Vela y la editorial de la Revista de Occidente, en 1977 pasó a España y aquí se quedó hasta su muerte en 2000. Por cierto, el pasaporte que le dieron para entrar constaba que el hombre no tenía patria. Así que, cuando se nacionalizó español, años más tarde, fue como si le tocara una. Españolizó su nombre y su mismo ser; tanto que hay quien lo considera español de nacimiento.
Aquí, en España, reprodujo la dualida africana: siguió estando "comprometido" pero se ganaba la vida en la fotografía comercial, incluso en la publicidad. Todas las fotos expuestas de la época son estupendas, pero las "comprometidas" son magníficas. Años cincuenta: el campo español, imágenes de campesinos, que le recordarían los de su tierra, procesiones, discursos de las autoridades locales a unas gentes que apenas los entendían, el ejército y la iglesia, las ruinas de los templos, lugares de las Castillas, carros y aperos, aldeanas en la lavandería, aldeanos con blusones. España profunda en blanco y negro, vista con los ojos de un extranjero.
La actividad comercial tenía una veta de interés, si bien de otro tipo. Su vinculación con La Revista de Occidente, acabó convirtiéndolo en el fotógrafo oficial (por así decirlo) de la intelectualidad española de la época. Fue su retratista preferido, así como Gyenes lo era de la gente "bien". Son cuarenta retratos que el artista dejó al pueblo de Llanes, en Asturias, de los que algunos se exponen aquí: Azorín, Fernández Florez, Ortega (un poco conocido retrato de cuerpo presente), Ana María Matute, Buero Vallejo, Pío Baroja, Luis Rosales, Laín, Menéndez Pidal...La verdad, es una alegría verlos. Hay uno curiosísimo titulado El grupo de Burgos, 1973 en el que reconozco a Ridruejo, Rosales, Torrente, Laín y Tovar. Los otros dos me fallan. La reunión, en definitiva, viene a ser de intelectuales falangistas arrepentidos. Todo uno documento.
En el vídeo, Muller truena con bastante gracia contra el color en la fotografía. El blanco y negro, dice, es superior. Él, desde luego, lo demostró. Es una pena que no tenga un mayor reconocimiento.