Los frentes están cada vez más claros y los puentes van rompiéndose. El País considera llegada la hora de la lucha por la unidad nacional y toma posiciones. Da la noticia y la interpreta al mismo tiempo. La decisión del Parlamento catalán no tiene salida. Adelanta incluso la respuesta del Parlamento español: no. Vale. La cuestión ahora es: ¿cuál es la salida? Para muchos, esta pregunta carece de sentido. Responden con otra: ¿por qué hay que buscar una salida? Las cosas deben seguir como están; los catalanes tienen que ajustarse a la Constitución y ya está. Por lo demás, cabe negociar.
Es un enroque. Frente a él los soberanistas catalanes probablemente mantendrán alto el nivel de hostigamiento institucional por todas las vías posibles, compatible con un clima de creciente desobediencia civil, a veces mayor, a veces menor, pero permanente. ¿Puede el sistema político español soportar esta continua tensión estructural? ¿O habrá que buscar una solución a pesar de todo? Piénsese en que, paralelamente a la cuestión catalana, se plantea la vasca y otros problemas de calado. No siendo el menor la agresividad del gobierno hacia el bienestar de la población en general, que lo ha deslegitimado para otros asuntos.
Frente a una probada ineptitud en el tratamiento de la cuestión nacional de los dos genios que rigen los destinos de los partidos dinásticos, mayoritarios, el sistema político sí reacciona poco a poco a los nuevos planteamientos. El aumento de la cantidad de los partidos se orienta por estos aires. UPyD y Vox comparten un postulado: la animadversión a las comunidades autónomas.
A su vez, el voto del Parlamento catalán ha sido fatal para el PSC y un golpe duro para el PSOE que, si no es con respaldo catalán, no tiene expectativas razonables de llegar al gobierno.
Es decir, los dirigentes no se enteran, pero está claro que el sistema español responde ante todo a la cuestión catalana; justo aquella frente a la que los dos partidos dinásticos carecen de propuestas porque no respeta los límites impuestos por el relato oficial de la oligarquía dominante Autodesignados administradores únicos de una realidad que no entienden, ambos partidos se obstinan en negar la realidad plurinacional de España, cuyo reconocimiento podría obligar a abrir un proceso constituyente nuevo, una vez que el ciclo de la transición ha desembocado en la inoperancia.
No es una cuestión que puedan gestionar los dos dirigentes actuales que no están ni de lejos a la altura de las circunstancias, como se prueba por las valoraciones ridículamente bajas que les otorgan los ciudadanos. Y aun así resultan demasiado altas para lo que en realidad hacen, que es nada. Pero, eso sí, tampoco se apartan y dejan que otros con más empuje tomen el relevo. La rutina es una bendición. Los españoles tienen una extraña sensación de vértigo de estar quedándose sin país, que se les va de las manos a estos dos burócratas del poder, carentes de cualquier idea o propuesta con alguna perspectiva o iniciativa políticas. Y es que para esto no basta con llevar treinta años subido a un coche oficial y cuidando la imagen. Es algo para lo que se requiere lo que se llamaba estadistas, o sea, líderes, capaces de formular proyectos que susciten el apoyo de la mayoría de los habitantes de España, incluidos los catalanes, voluntariamente, por supuesto.
Pero, ¿en dónde están?