dilluns, 10 de juny del 2013

La dignidad de la política


Desde los tiempos de Aristóteles, más incluso, desde los de Confucio, se sabe que la política es una actividad noble, pues va orientada a adelantar el bien común, la polis, el respeto a los antepasados y el buen orden del reino. A lo más alto que podía aspirarse era a alcanzar la ciencia del gobierno, del buen gobierno, el que mira el interés general. Con esta idea ha venido haciéndose política desde tiempos muy antiguos y comprobándose que esa imagen idílica de la actividad se tornaba en su contraria en la realidad. El famoso florentino se encargará de ponerlo negro sobre blanco: al Príncipe solo le interesa el poder. Y sería Carl Schmitt quien, recogiendo la media intuición de Clausewitz, declarara que la política es cosa de amigo-enemigo, como en la guerra. Y, buenas gentes, en la guerra -salvas las convenciones ginebrinas- vale todo.

No obstante, las versiones críticas (Maquiavelo, Schmitt) no prosperan y el discurso convencional sigue siendo el de que la política es actividad noble pero que, por desgracia, suele ser innoble, sobre todo cuando la practica el enemigo. Es lo que, en el fondo, quieren decir los políticos cuando emplean -y lo hacen a menudo- esa ramplona figura de las dos políticas, la política con minúscula, la del enemigo, y la Política con mayúscula, la nuestra. No da para más.

Pero vamos a admitir que, en efecto, hay un propósito de hacer política digna y cómo puede torcerse. En nuestras sociedades democráticas la política es cosa de los partidos. No solo de ellos, pero sobre todo de ellos. Un partido, en principio, según la doctrina, es una asociación de personas que trata de conseguir el poder político para orientar la sociedad en sentido favorable a sus intereses que suelen presentar (aunque no siempre; también hay partidos muy particularistas) como el interés general, el bien común. Quiere también la doctrina que la asociación sea voluntaria y, desde luego, desinteresada.

¿Podría pasar que una asociación de facinerosos, de mangantes y estafadores se presentara como un partido o se hiciera con uno preexistente? Podría, claro es. Y que prosperara o no dependería de la fuerza de convicción que tuviera en sus mensajes ideológicos. Es decir de cómo falsificara el discurso político habitual, cosa por lo demás no muy difícil ya que dicho discurso o es de orden práctico inmediato o ditirámbico sobre los luceros. Ambos fáciles de imitar. Con los mangantes en la sala de máquinas, el partido es un instrumento poderoso de repartir prebendas ya que controla los dineros públicos. Su militancia y clientela crecen pues ingresar en el partido es como encontrar empleo o hasta una sinecura con algo de suerte. El partido se expande por la sociedad y echa raíces y redes por todas partes, creándose una coraza de protección sobre todo a través de una batería de fundaciones, empresas,  medios y propagandistas comprados. Y ya estamos chapoteando en la charca de la corrupción.

Si esto sucediera, la destrucción de la democracia sería cosa segura, se desprestigian las instituciones, se enfanga todo proceso de comunicación y debate, se niega todo diálogo y se procede con sereno sentido de la impunidad a continuar con los procedimientos del enchufe, el engaño y el latrocinio de los más diversos tipos. Se hacen verdaderos hallazgos de neolenguas, pero apenas sirven para distraer unos instantes del saqueo al que el partido ha sometido la sociedad. En realidad no hay programa (por eso tampoco es tan grave incumplirlo), no hay ideas, no hay proyectos. Solo hay una voluntad descarnada de llegar al poder para utilizar sus resortes y llenarse los bolsillos, tanto los propios como los de los amigos y clientes.

Algo así ¿sería posible? Pues sí y más si la organización de mangantes disfrazada de partido consigue controlar, pongamos por caso, el Tribunal Constitucional. Habría que estar preparados porque en ese momento la democracia, el Estado de derecho, las libertades y derechos de la ciudadanía empezarían a  peligrar. 

La dignidad de la política, evidentemente, por los suelos. Los ciudadanos se manifestarían muy críticos con ella y con los políticos, situando a todos en los lugares más bajos de prestigio. Los índices de popularidad de los políticos y de confianza en ellos serían negativos y no solo entre los seguidores del otro sino entre los propios. Si estos políticos fueran los que dice la doctrina, voluntarios desinteresados, se retirarían abochornados.

Pero podría pasar que no fueran así sino dignos miembros de una asociación de mangantes, solo interesados en enriquecerse, en cobrar sueldos fabulosos. Que esto llegue a saberse es incómodo, cómo no, sobre todo porque las cantidades son altas, 200.000, 400.000, 800.000 euros, verdaderas fortunas a ojos del 95 % de la población. No obstante, mientras pueda sostenerse (y para eso está la batería de medios) que no es ilegal, por muy inmoral que sea, no traerá consecuencias. Y, al fin y al cabo, eso de la moral, ¿se come?

Ciertamente si el presunto partido tuviera un jefe que hubiera hecho bandera de la incorruptibilidad de la organización, un poco al estilo de Robespierre, llamado el incorruptible, el conocimiento público de la corrupción del partido resultaría particularmente chocante. Porque no se proyecta igual imagen cuando de ti se dice que diste todo a la Patria y la sacaste del marasmo que cuando se dice que tú y los tuyos saqueasteis la Patria a extremos inverosímiles y que esta os costeaba hasta las partidas de billar. 

El debate sobre la legalidad del asunto es breve. El problema lo tendría ese hipotético partido de mangantes para mantener la autoridad moral que requiere todo gobierno. Contaría para ello con sus redes clientelares sociales y en los medios, pero quizá no fuera bastante. Pero esto sería un asunto anecdótico, ¿verdad? Toda organización ha de tener un jefe. La organización no verá problema alguno. Elaborará un discurso de gobierno, ordenando a sus miembros que hablen como si tuvieran autoridad para hacerlo.

Y ahí es donde el problema se traspasa al ámbito interno de cada uno de ellos, al de cada ministro, pongamos por caso. Este debe bregar con su corazón, en donde, según Kant, está inscrita la ley moral. Y que cada cual decida en el fuero de su conciencia si hizo bien o hizo mal, que eso lo sabemos todos. En un partido normal, en el que hubiera algunos mangantes, estos dimitirían ipso facto. En un partido de mangantes, los que quizá dimitieran serían las gentes normales.

La dignidad de la política descansa exclusivamente sobre la dignidad de los políticos.

No obstante así queda expedito el camino a la oposición de izquierda. Esta tiene fácil forjar un programa unitario con un solo punto: apenas llegada al poder derogará todas y cada una de las medidas de la asociación de chorizos, obligará a estos a devolver lo trincado y restituirá al común todo lo que el partido como tal haya robado: subvenciones, becas, pensiones, todo.

(La imagen es una captura del vídeo del PSOE titulado No más peinetas, publicado en Youtube.