Después de la intervención de Santa Coloma de Cervelló, visita a la colonia Güell, un prodigio del modernismo en un contexto y unas circunstancias excepcionales. Allá por 1890, el industrial Eusebi Güell, el del parque Güell de Barcelona, amigo íntimo de Gaudí, trasladó su empresa textil a sus propiedades en Santa Coloma de Cervelló, al borde del Llobregat, a unos veintitantos kilómetros de Barcelona. Se llevó la fábrica y se llevó a los trabajadores. Hizo construir para ellos una colonia, siguiendo la tradición iniciada setenta años antes por Robert Owen en New Lanark. Owen, el iniciador de la legislación fabril que mitigó la carnicería de la primera revolución industrial, figura por mandato de Marx y Engels en el panteón de los socialistas utópicos, aunque el fundador del cooperativismo tenía poco de utópico. Sus propuestas se han universalizado. Otra cosa son sus presunciones ideológicas acerca de la condición moral de los trabajadores y los medios de influir en ella. Esas siempre serán debatibles.
Y son las que impregnaban el proyecto de la colonia Güell, una especie de socialismo patricio probablemente inspirado por la Rerum novarum, de León XIII. El empresario ennoblecido, profundamente católico, como su amigo Gaudí, confió a este la ciudad al completo: casas dignas para los trabajadores y locales públicos a la misma altura: un teatro, comercios, una escuela, un centro de salud, lugares de esparcimiento y, por supuesto, una iglesia. Un proyecto al estilo New Lanark y en su espíritu. Pero con alguna variante significativa. La colonia Guëll la planificó un artista; New Lanark, un industrial. En New Lanark reina la uniformidad y la racionalidad en la planificación urbana. Las casas son adosados todos iguales. En la colonia Güell reina la heterogeneidad y emocionalidad del artista. Las casas son todas distintas y cada una tiene algún elemento de creatividad.
Por supuesto, los materiales de construcción son populares, muy baratos, elementales: supremacía del ladrillo visto (en todo tipo de caprichos), argamasa, cal y canto y hasta el humilde adobe. Pero todo único, a veces fantástico. El espíritu general del lugar (en el que también interviene el medio natural) se concentra en la iglesia, que Gaudí hizo cosa suya, queriendo experimentar en ella la Sagrada Familia con materiales más modestos, pero las mismas audacias y el mismo barroquismo que desafía la visión racionalista. En cierto modo, esta iglesia había de ser como un boceto, un modelo para la obra magna. Solo pudo construir la cripta porque Güell murió y los herederos no siguieron. La UNESCO la declaró patrimonio de la Humanidad en 2005. Dedicada al Sagrado Corazón de Jesús, fue reconstruida después de la quema de la guerra civil.
En el exterior y encima de la cripta, alguien ha erigido una especie de cromlech y algún menhir en lo que, según nos informó el amable guía, fue un proyecto de embellecimiento o algo así frustrado por la oposición del vecindario. Porque en la colonia las casas siguen habitadas, aunque ya no son propiedad de la empresa, y los locales abiertos y los vecinos hacen vida comunitaria, llenan las terrazas y, una vez al año, escenifican la vida de sus antecesores hace más de cien, vistiéndose a la usanza de la época. Será un espectáculo, aunque el visitante ocasional puede verlo en imaginación porque los decorados están todo el año. Ignoro cuál sería la intención del que mandó erigir los megalitos de sobrio granito cuadriculado, pero casi parece una afrenta al espíritu ondulado de Gaudí. O quizá fuera una forma de homenaje. En la cripta se ve reproducida el alfa y omega de la tradición cristiana. Quizá el cromlech represente el alfa del arte y nos hayamos quedado sin saber cuál sería el omega al frustrarse el proyecto.