Es conocidísima la frase de Marx en el 18 Brumario de que la historia siempre se repite, una vez en forma de tragedia y otra de farsa. Pero no hace falta esperar a la historia. Esa dualidad puede ser también coetánea y contemporánea, en el presente. En un país pueden coexistir dos realidades, una trágica, otra cómica; una seria, otra burlesca; una solemne, otra una farsa. Es exactamente lo que está pasando ahora mismo en España. De un lado, una parte, Cataluña, vive un momento trascendental en su historia, el del alumbramiento de un nuevo Estado, una República catalana; del otro, el resto del Estado asiste perplejo y abochornado al espectáculo de un presidente del gobierno que parece de ópera bufa y termina una inenarrable comparecencia con un muchas gracias por estar ahí, y un juicio en el que la heredera del trono real en 6º grado debe responder de unos presuntos delitos en una sala presidida por un retrato de su hermano.
La emoción de un momento histórico y la perplejidad de una bufonada.
Ayer tomó posesión de su cargo el nuevo presidente de la Generalitat con la fórmula de prometer lealtad al pueblo de Cataluña, pero no a la Constitución vigente ni al Rey. La marcha de Cataluña hacia la independencia adquiere ímpetu y más velocidad. Palinuro ha dado cumplida cuenta de los tensos momentos vividos en días pasados en los que, con sus más y sus menos, la clase política catalana ha mostrado una voluntad, una capacidad de acción y una altura de miras al servicio de su proyecto nacional que claramente prueban una vez más que Cataluña no es España y ya quisiera España ser Cataluña.
Como su intención es seguir actuando de cronista de este proceso de emancipación en el "país vecino", como dicen mis amigos de ERC, señalo que esa toma de posesión del centésimotrigésimo presidente de la Generalitat vino precedida por un discurso de despedida del anterior, Artur Mas, quien tuvo la presencia de ánimo y el sentido del humor de afirmar que él "sí agradecía los servicios prestados a todos", un todos en el que estaba incluido el Rey de España quien, sin embargo, no había tenido la gallardía de reconocérselos a él.
No hace falta añadir que en la alocución de Mas y la toma de posesión de Puigdemont, los representantes del Estado, esto es, la delegada del gobierno y el ministro del Interior, mantuvieron un gesto hosco y agrio y no aplaudieron. Mostraban así, por si hacía falta, con cuánto desagrado se ve en España que los políticos prometan lealtad al pueblo antes que a un Estado que repudian, razón por la cual pretenden edificar el suyo.