Mi artículo del domingo en elMón.cat. Mañana, lunes, será un día decisivo, histórico para España y Cataluña. Y, mira por dónde, son dos mujeres las que encabezan la colosal fractura que enfrenta a la vieja monarquía española con el brío de una república catalana que pugna por nacer. Dos mujeres. Carme Forcadell, por derecho propio, porque, en este momento, es la más alta autoridad de Cataluña, la que encabeza el Parlamento en el que reside la soberanía catalana. Soraya Sáenz de Santamaría, por derecho impropio, por delegación vergonzante del verdadero responsable de esta situación, por dejación de esa miseria moral andante que es Rajoy, el presidente de los sobresueldos, también hoy incapaz de dar la cara en la hora más grave del Estado español.
Sigue la traducción al castellano:
Velando armas.
Dos proyectos de muy distinto signo marcan la vigilia del fin de semana, mientras se prepara la confrontación del lunes, cuando el Parlament debata y apruebe el inicio formal del camino a la independencia. Dos declaraciones de intenciones que muestran la distancia que separa ya de hecho la política catalana de la española. Es llamativo el contraste entre el éxito del proceso catalán en su planteamiento y desarrollo (a pesar de los inconvenientes y contradicciones) y la fabulosa ineptitud del gobierno central que pasará a la historia como el peor y más corrupto de España y el responsable de su ruptura.
De un lado, las fuerzas independentistas han acordado una serie de medidas claramente soberanas y sociales, que afectan a la pobreza energética, la vivienda, la sanidad, la educación, las libertades públicas, el régimen local, las refugiadas, el derecho al aborto y la renegociación de la deuda. Son complementarias con la declaración de independencia. Esta es ya un acto revolucionario en sí, adoptado en asunción de un poder constituyente originario que no se reconoce dependiente de ninguna legalidad ajena a él mismo.
De otro lado, el gobierno de España se ampara en la vigencia de la ley y oculta el hecho de que, al cambiarla cuando y como le conviene por sus intereses y sin consenso, su conducta es arbitraria y, por tanto, tiránica. No reconoce en el Parlament catalán poder constituyente alguno y, coronando su desvarío amenaza con responsabilizar de las posibles consecuencias jurídicas (en vía civil y penal) y políticas a Carme Forcadell, presidenta de la cámara, y llevarla ante los tribunales de la justicia del Estado español.
Al dotar a la independencia de contenido democrático, emancipador y progresista Junts pel Sí y la CUP resuelven una vieja querella entre la liberación nacional y la emancipación social, al postular el logro de un Estado propio, una República catalana, como instrumento imprescindible para las dos finalidades. Porque sin Estado propio la nación estará indefensa y la emancipación social será una quimera. Es la revolución dentro de la revolución. Que la independencia se oriente en pro de la igualdad entre hombres y mujeres, del aumento de la libertades públicas, la justicia social y el bienestar de la colectividad, empezando por los más débiles y que lo haga pacífica y democráticamente es lo que da a la revolución catalana su incuestionable originalidad que las izquierdas españolas son incapaces de entender.
Frente a este velar las armas del bloque independentista, el gobierno central se apresta a hacer lo único que por tradición y peculiar incompetencia sabe hacer: prohibir, impedir y reprimir. En cuatro años no ha tenido iniciativa alguna para abordar el problema, no ha aceptado diálogo ni negociación. Se ha limitado a decir que no a todas las propuestas desde la realización de un referéndum hasta la de una consulta popular no referendaria. El espíritu franquista de la derecha gobernante la lleva a rechazar todo entendimiento con Cataluña que no sea la humillación de esta. Y en su estúpida ceguera no se da cuenta de que ya no puede recurrir a la violencia, como hizo su caudillo y que el empleo de los tribunales como guardia pretoriana únicamente agravará su situación y la presentará con las peores luces posibles a los ojos de la comunidad internacional, especialmente la europea.
Perseguir judicialmente a la presidenta del Parlament, pretender encarcelarla, al igual que procesar al presidente de la Generalitat, si llega el caso, es algo muy coherente con la obtusa mentalidad de la derecha. Incapaz de entender la fuerza de las ideas, de los proyectos colectivos, de los movimientos sociales cree hacerles frente atacando a las personas, criminalizándolas, reprimiéndolas. Fusilaron a Companys hace 75 años y hoy se encuentran su espíritu reencarnado en una mujer con un enorme respaldo social. Su concepción básica de la acción social, reducida al egoísmo de los privilegiados, la incapacita para entender la fuerza del altruismo, la solidaridad, la lucha por una causa colectiva. La derecha española, retrógrada y nacionalcatólica, habla de sacrificarse por la Patria y, como el Borbón que puso Franco en el trono, hace los sacrificios en un apartamento de Suiza a 7.000 euros al día.
En sus preparativos para reprimir, el gobierno cuenta con el apoyo de la derecha emergente de Ciudadanos primorriveranos y el del otro partido dinástico, el viejo PSOE, que hace causa común con la derecha neofranquista sin cuestionar en absoluto el desastre organizado, invocando el supremo interés de la unidad de España que, como se ve, pasa por encima de los derechos de los pueblos que la componen. Esa unión sagrada por la que la oposición cierra filas con un gobierno deslegitimado recuerda mucho la famosa “unidad antiterrorista” de los llamados partidos constitucionalistas en las años de la violencia en el País Vasco. La terminología justificativa (defensa de la Constitución, de la ley, de la democracia) es la misma y desmiente por fin el famoso discurso antiterrorista según el cual era erróneo (y criminal) recurrir a las armas para luchar por reivindicaciones que podían defenderse pacíficamente en democracia. Está claro que defender el derecho de autodeterminación de los catalanes de modo pacífico y democrático, también es criminal. Y ese criterio lo sostienen la derecha y la izquierda españolas, parte de estas últimas (el PSOE) paladinamente y otra parte vergonzantemente.