Aquí mi columna de elMón.cat en la versión catalana. Es imposible hablar ni dialogar con quien se niega a hacerlo, quien no se mueve, no hace propuesta alguna, no admite la existencia del otro, ni le reconoce legitimidad, ni siquiera respeta su derecho a la existencia. Es imposible entenderse con quien no quiere entender ni encontrar un terreno común y solo está dispuesto a emplear la fuerza.
Esta es la versión en español.
Horizonte desobediencia.
La política fluye, como un río
que no cesa. Rebasada la declaración de Mas ante el TSJC, con amplio respaldo
institucional y popular y fuerte proyección internacional, entramos en un tramo
nuevo: constitución del Parlamento catalán y aplicación de la hoja de ruta
hacia la independencia bajo la amenaza del procesamiento del presidente de la
Generalitat. En el horizonte, la posible condena a Mas y la también posible
desobediencia de las instituciones catalanas.
Es gravísimo que la Generalitat
se plantee desobedecer la ley, dice la vicepresidenta del gobierno central.
Tanto, añade su jefe el presidente, que, si la desobediencia se da, puede
llegarse a la suspensión de la autonomía, vía artículo 155 de la CE. Entre
tanto Manos Limpias seguramente
pedirá la ilegalización de todos y cada uno de los votantes independentistas
por sediciosos.
El terreno de juego está
perfectamente marcado. Nadie hay por encima de la ley, dice el gobierno. Ni él
mismo, por la sencilla razón de que, cuando la ley no le gusta, la cambia
porque sí. Igualmente es obligado obedecer las decisiones de los tribunales,
compuestos por magistrados con carné del partido y que aplican la “justicia”
del gobierno, la que complace al Rey pues por eso se administra en su nombre.
El discurso del principal partido de la oposición es el mismo: hay que obedecer
la ley del embudo y acatar la justicia de Peralvillo.
El frente español está cerrado.
España es un Estado de derecho y aquí no se mueve nadie ni se cambia nada. Con
esta Constitución hemos tenido cuarenta años de paz, tantos como los que
generosamente nos dio el Caudillo de emocionado recuerdo y así seguiremos otros
cuarenta, viendo desfilar la cabra de la legión.
El nacionalismo español ignora el
abc de la política, su condición dinámica, fluida, líquida. La política, como
la vida, es cambio y si uno no lo anticipa, no se prepara para él, no propone
nada para encauzarlo en su propio (y legítimo) beneficio, para hacerlo
fructífero y constructivo, esa cambio inevitable lo dejará de lado o lo
arrollará. Lo que no se mueve, se pudre. Lo que no avanza, muere. Quien no prevé,
perece. La política es iniciativa, proyecto, plan, todo lo que tiene el
independentismo catalán y de lo que carece el nacionalismo español. La única
reacción de este es una falta de acción y respuesta, elevada a epítome de la
cazurra astucia de ese prodigio de incompetencia que reside en La Moncloa, para
quien, la mejor decisión es no tomar decisión alguna. Con lo cual son los otros
quienes las toman por ti y no te dejan ni el recurso a la socorrida mentira
para tapar las vergüenzas de tu ineptitud.
Cuando se cansan de insultar y
amenazar, los propagandistas del nacionalismo español , sobre todo los
intelectuales que pasan el resto del tiempo desaparecidos en sus covachas, se
ponen comprensivos y lamentan cómo el independentismo ha fracturado la sociedad
catalana. El panorama es terrible: las familias están enfrentadas y los
ciudadanos son sombras esquizofrénicas que vagan por las calles preguntándose
angustiados por su identidad. Es difícil tomarse en serio esta basura pero no
está de más recoger algo de su enseñanza porque si algo está fragmentado y
fraccionado aquí es precisamente el nacionalismo español. Cualquiera que vea la
sociedad catalana sin prejuicios observa una amplísima movilización popular
fuertemente aglutinada con unidad de propósitos y, por supuesto, las naturales
desavenencias en todo empeño complejo y colectivo. Ese mismo observador no
puede ignorar que en el resto del Estado, la situación es la inversa: reina la
atonía, la inacción, el desconcierto, el enfrentamiento y la irreconciliabilidad
de proyectos que solo se remedia en la actitud reactiva frente al riesgo cierto
de la secesión.
Que el PP y el PSOE hagan causa
común frente a Cataluña demuestra por enésima vez que el problema español no
tiene arreglo. Entre el nacionalcatolicismo reaccionario, oscurantista,
oligárquico, represivo e intolerante de la derecha española, tan franquista hoy
como siempre, y el sedicente nacionalismo liberal, tolerante, progresista, de las
supuestas izquierdas, incapaces de formular proyecto alguno de reforma en serio,
hay acuerdo básico en lo referente a los llamados “nacionalismos periféricos”.
Ese acuerdo básico de los nacionalistas españoles, cuya incapacidad para
reconocer su situación los lleva a proclamar el oxímoron de un nacionalismo no nacionalista. Queda
claro así por tanto que se trata de último acto de esta tragicomedia llamada
España en la que la idea de la modernidad, la tolerancia, la democracia y el
respeto los derechos de un liberalismo enclenque, secularmente subalterno
frente al reaccionarismo tridentino español. Una sociedad sumisa, fracturada,
insolidaria, de súbditos claudicantes ante la oligarquía mesetaria y caciquil
de siempre.
Esta España no tiene nada que
ofrecer a unos pueblos que, por razones que no hacen al caso pero están en la
mente de todos, tienen la suerte de contar con proyectos propios, con
iniciativas políticas de renovación y regeneración.
Esta España no deja otro camino
que la desobediencia.