Estamos en el ecuador de este año electoral que va a cambiar España de arriba abajo, de dentro afuera. A algo más de un mes de las elecciones catalanas, con escala en la Diada del 11-S y a cuatro meses de las generales, que parecen irse al mes del turrón.
Las elecciones catalanas que, al principio, nadie tomaba en cuenta, han pasado a un primer plano llamativo. Están en los medios, salen en las entrevistas, se tratan en tertulias televisivas en donde encienden pasiones. La Sexta Noche es un producto paradigmático. Yo me entero por los indignados comentarios en Twitter, pues no la veo. Ignoro el rendimiento de estos productos. Ni siquiera estoy seguro de que el fin que se persigue sea el mercantil que habitualmente se presume. Me resulta muy difícil creer que los amos de este canal no comprendan cómo este programa, con esos contertulios inenarrables (algunos parecen androides), genera más opinión contraria que favorable al PP.
Acabo de leer que Forcades considera absurdo que las elecciones del 27 S puedan substituir a un referéndum. Incluso les niega la condición de plebiscitarias. La pelea por el nombre de la cosa no evitará la necesidad de tomar posición frente a ella. Y eso es lo que hace Forcades. Sea elección, plebiscito o referéndum, todo el mundo sabe en Cataluña que estas elecciones son trascendentales. Incluso Forcades, que habla de proceso constituyente y no solo el de su organización.
Los partidos no independentistas en Cataluña, PP, PSC, C's, parte de Podemos, de EU y de Unió acompasan su política catalana a la española. Sus miras están puestas en las generales de diciembre. En estas, el dato más llamativo de los sondeos es una ventaja sólida del PP, que tiene una alta intención de voto, casi de 30%. A unos cinco puntos suele situarse el PSOE como segundo partido del bipartidismo, habiendo recuperado parte de su voto tradicional, que va ampliándose poco a poco. En un tercero, muy abajo de sus expectativas originales, Podemos, en torno al 15% y en cuarto lugar, los inquietantes Ciudadanos que parecen también haber alcanzado su velocidad de crucero en torno al 8 o 10%. Esta es más o menos la foto fija que transmiten los sondeos y parece razonable pensar que tal sea el resultado en diciembre. Ciertamente, en cuatro meses puede haber cambios bruscos e inesperados que den un reparto no previsto.
A veces, algún político (el emérito González o el demérito García Margallo) desliza la hipótesis de una gran coalición (PP/PSOE) que los socialistas niegan siempre enfáticamente. El énfasis tiene raíces ideológicas pero es poco realista. La UE se gobierna con una gran coalición de hecho y una gran coalición gobierna en Alemania, cosa que suele olvidarse a base de cargar siempre contra Frau Merkel.
En sus mítines espanta-niños, Rajoy avisa con tono tenebroso que habrá de seguro una coalición PSOE-Podemos si él no obtiene mayoría absoluta. Luego sus terminales de todo tipo, desde los platós de TV hasta los púlpitos de las iglesias, se encargan de reformular la advertencia del de los sobresueldos en términos dramáticos: Podemos, los bolcheviques, vuelven las checas, las sacas, las iglesias saqueadas.
A Palinuro, esta la alianza PSOE-Podemos siempre le ha parecido lo mejor. Y, además, factible. Podemos ha abandonado la vieja obsesión bolchevique de su referente Anguita de hacer que el PSOE, la vieja socialdemocracia fementida y traidora, muerda el polvo. En España, en la izquierda, quizá se puedan ganar elecciones sin el PSOE, pero no contra el PSOE. Eso es lo que el Califa jamás pudo entender, cegado con un leninismo de museo de las antigüedades. Los jóvenes de Podemos, algo más à la page y a regañadientes, ya lo han reconocido. Pero siguen articulando su estrategia en superar al PSOE en las generales. Es legítimo, pero los datos auguran que no será así, razón por la cual conviene ir pensando en la conveniencia de un programa común de la izquierda para el día después de las elecciones si la unión PSOE/Podemos obtiene los votos suficientes para gobernar.
Palinuro ha argumentado siempre que esa unión podría forzar un escoramiento del PSOE a la izquierda (aunque no sean los 180º que cierta fanfarronería creía poder imponerle) y alguna moderación a Podemos, que no podría aplicar muchas de sus propuestas más radicales, si bien ya va modulándolas por su pragmática cuenta. Sería una situación interesante, inversa a la griega, ya que, aunque Podemos se haya visto como el sosias de Syriza, el PSOE no es el PASOK. Y tendría una gran tarea por delante, aunque solo sea, en sus primeros tiempos, derogando las normas y medidas que han configurado este fracaso de involución.
Sin duda es duro para quien se vio irrumpiendo en mitad de la indecisa batalla como Aquiles al frente de sus mirmidones o un nuevo García de Paredes, capaz de conquistar ciudades él solo, conformarse con un tercer puesto y ser complemento de un poder ajeno y superior. Y adaptarse a la condición de diputado normal en su escaño, haciendo propuestas y hablando cuando le toque. Problamente tan duro que algunos dirigentes de la formación morada piensen en retirarse de la politica. Pero quizá no hay otra salida si se quiere evitar que la derecha franquista repita cuatro años más y lleve al país a un verdadero desastre. El argumento de que, si no hay unidad de la izquierda, se aúpa al poder a la derecha más cerril reaccionaria y nacionalcatólica debiera ser suficinte advertencia.
En Cataluña la situación es muy distinta. Tanto que parece otro país. Porque lo es. El PP, el primero en intención de voto en España, es el último o penúltimo en Cataluña. La hipotética alianza PP-PSOE ("gran coalición") es aquí una quimera. La mayoría parlamentaria, monárquica en España, es republicana en Cataluña. En Cataluña hay una monja al frente de una asociación política que no se constituye en opción electoral porque no quiere, pero no porque no pueda. Es decir, en Cataluña el clero, el algún caso, se pone al frente de las opciones políticas; en España es al revés, va por detrás y está oculto.
La votación del 27S será trascendental y en ella, guste o no, se decidirá el destino de España. Igual que el del Reino Unido se decidía en el referéndum de Escocia. Haber llegado a esta situación es producto exclusivo de la fabulosa incompetencia del gobierno español al abordar la cuestión catalana. Del anterior y de este; pero, sobre todo, de este, cuyo presidente ya velaba las armas de la incompetencia cuando era oposición. A la incompetencia se une el desprestigio producido por una corrupción endémica y pandémica de un sistema político prácticamente pendiente de los escándalos en los medios y los procesos en los tribunales. Algo de esto toca también a Cataluña. El escándalo Pujol y la corrupción CiU tienen poco que envidiar a los del PP. Pero en Cataluña el soberanismo ha conseguido articular un discurso regeneracionista que ha oscurecido los casos de corrupción, ignorado la figura de Pujol y absorbido la de Mas, a pesar de las sospechas sobre su conducta, y lo ha purificado poniéndolo al frente del proceso regeneracionista a través del ideal nacional/independentista. Esa es la parte que falta en el discurso español. No habiendo acuerdo de fondo y claro en cuanto a la idea nacional española entre los partidos más importantes, el regeneracionismo no se hace enabolando una bandera. Ni cuando Sánchez saca la borbónica al escenario y se desgañita en los gritos de rigor sobre España, concita el entusiasmo entre los suyos. El regeneracionismo español carece del toque romántico patriótico y se queda en unos cuantos entecos paquetes de medidas en los que nadie cree porque quienes los proponen carecen de todo crédito.
Resumiendo: los soberanistas llevan la iniciativa, están a la ofensiva, se mueven por el ideal de la nación en marcha y la construción de un nuevo Estado, la República catalana. Los nacionalistas españoles no tienen iniciativa, van a la defensiva, tienen lacerada su conciencia nacional, no quieren construir un Estado nuevo, sino que pretenden salvaguardar el que tienen frente a la destrucción y defienden una monarquía que les fue impuesta por un dictador.