diumenge, 16 d’agost del 2015

Epitafio español.


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En noviembre de 2011 ganaba las elecciones la derecha española del PP por mayoría absoluta. Una derecha "sin complejos" que vino a imponer su programa máximo en todos los órdenes, desde la economía a la moral. A convertir en normas jurídicas de obligado cumplimiento para todos como leyes sus convicciones más retrógradas y sectarias en lo referente a los derechos de las minorías, los de las mujeres, las libertades públicas, los derechos de los trabajadores y el conjunto del Estado del bienestar. 

Fueron cuatro años de involución, de retorno al franquismo sin más, con el que se certificaba el fracaso del espíritu de la transición. Esta presuponía un acuerdo para normalizar la democracia española que implicaba que ninguna de las dos partes volvería a las andadas. La izquierda abandonaría la orientación revolucionaria y la derecha renunciaría al espíritu de victoria y sumisión de la población civil con que había vivido durante la dictadura.

La legislatura al mando de Mariano Rajoy, el de los sobresueldos, ha dejado claro que la derecha vuelve por la querencia original, "sin complejos". La Iglesia sigue siendo un Estado dentro del Estado, no sometida a leyes y el gobierno vuelve a estar en manos de los curas o de sus monaguillos, a ser una hierocracia, especialmente concentrada en adoctrinar mediante la educación. El gobierno pretendió -pero no lo consiguió- arrebatar a las mujeres sus derechos reproductivos para volver a ponerlas bajo la tutela del patriarcado. Sí consiguió en cambio, por la presión de la patronal, despojar a los trabajadores prácticamente de todos sus derechos laborales, dejándolos inermes ante la voracidad de los empresarios, que dictan condiciones rayanas en la esclavitud. Para evitar las protestas, se ha revestido de una legislación de "seguridad ciudadana" de carácter autoritario y probablemente anticonstitucional. Al propio tiempo, realizaba una política de recentralización territorial muy coherente con la catalanofobia de que ya hacía gala en la oposición, cuando recogía firmas en contra del Estatuto de 2006 que impugnó ante el Tribunal Constitucional.

Esta especie de traslación en el tiempo al de la dictadura vino acompañada con el reparto propio de aquel régimen inenarrable: nobles, empresarios, numerarios del Opus, algunos miembros de los cuerpos de élite del Estado y funcionarios del partido-movimiento, tipos que hacen su carrera en Nomenklatura  del partido: calientas sillones como diputado o senador, luego te hacen delegad@ del gobierno en una comunidad, que es como gobernador civil y, con tesón, llegas a presidente de Comunidad Autónoma, especie de jefe regional del Movimiento (hoy llamados "barones"). O sea, pura oligarquía del franquismo. Ni siquiera falta la corrupción generalizada. Los gobernantes, salvo excepciones, roban todos y toda la administración está regida por criterios corruptos y alimentada por auténticos delincuentes que han creado tramas al efecto. La transición ha muerto y la España eterna ha vuelto.

Esta oligarquía corrupta e incompetente, esta "élite extractiva", estos "captores" masivos de las rentas públicas, estos caciques y vividores, están siempre recitando discursos patrióticos, en los que no cree ya nadie, ni ellos mismos. Falta de crédito, la oligarquía española se vale de la doctrina del "patriotismo constitucional". Si no es posible enardecer a los patriotas con los recuerdos guerreros, se invoca la Constitución, justamente en el momento en que sectores enteros de la población quieren abolirla y el resto, cuando menos, reformarla.

Tampoco la izquierda ha conseguido poner en pie un nacionalismo o patriotismo español distinto del fracasado y falso de la derecha, que sigue considerando que España es su cortijo. Su discurso sobre la nación es comparable al otro y sus símbolos y referencias básicamente los mismos. El otro día, Pedro Sánchez hacía olvidar hasta el recuerdo de la bandera tricolor y salía al escenario envuelto en una bicolor tan grande como sus ambiciones. La segunda restauración quiere ser un régimen turnista en el que los dos partidos son dinásticos y comparten un terreno substancial de acuerdo en el cual se cuenta la idea de que España es una nación, que alberga regiones y "nacionalidades" pero no "naciones" y que a su vez, tengan derecho a dotarse de un Estado. 

En España no hay perspectiva real de cambio. Las expectativas generadas hace escasos meses por Podemos se han marchitado a ojos vista. El único vaticinio es la perpetuación de este sistema estructuralmente autoritario, incompetente, condenado al fracaso con unas formas liberales y hasta democráticas que siempre ceden ante las presiones represivas de la derecha.

Nada de extraño, por tanto, que quienes ven posibilidades reales de desengancharse de esta especie de maldición por la vía de la independencia, los soberanistas catalanes, lo hagan. Los nacionalistas españoles no han conseguido articular un ideal nacional compartido por los españoles, sino que han impuesto el de un bando que los demás han tenido que tragar. Pero así no se consigue articular un referente, un símbolo por el que merezca la pena luchar, quizá morir. Los catalanes sí lo han conseguido: una causa nacional. Y en el logro de esa causa nacional parece ser ya demasiado tarde para ofrecer soluciones intermedias. Es independencia sí o no. Las elecciones del 27 de septiembre son plebiscitarias, digan lo que digan en La Moncloa, en donde normalmente no dicen nada que merezca la pena escuchar. 

No parece fácil, quizá ni posible, frenar el movimiento independentista. En todo caso, los nacionalistas españoles no podrán conseguirlo por varias razones: en primer lugar actuaron mal, injustamente y con autoritarismo en los prolegómenos del conflicto. En segundo lugar, carecen de contraofertas aceptables para la otra parte. Por otro lado la cuestión se ha internacionalizado mucho y el soberanismo catalán goza de muy buena prensa en el exterior, tanto por sí mismo como por contraste con la imagen tenebrosa y de despotismo que sigue habiendo de España. Por último, su enfoque de la cuestión tiene una dimensión casi metafísica que los empuja a no ver las dimensiones reales del problema. Si Cataluña se va, lo que resta ¿es España o es otra cosa?