divendres, 28 de novembre del 2014

Tartarín de Tarascón contra los corruptos.

La sospecha de que el PP no es propiamente hablando un partido sino una asociación de malhechores va tomando cuerpo con el auto de conclusión del juez Ruz en el que acusa al PP de lo mismo que a Ana Mato, de ser partícipe a título lucrativo de las presuntas fechorías de la Gürtel. El partido como tal, como persona jurídica. O sea, un grupo de guajes que se repartía los beneficios tan arduamente ganados y que, si la justicia fuese más alígera ya deberían estar disuelto.

A la cabeza de esa persona jurídica se encuentra Mariano Rajoy, presidente del partido y del gobierno y a su vez acusado de haber cobrado sobresueldos en negro, procedentes de una caja B de la organización que él ha negado en sede parlamentaria pero el juez presume probada. O sea que, además de beneficiarse de esos caudales de procedencia dudosa, miente. Y no solo parece haberse beneficiado en moneda contante y sonante sino también en especie, con otros obsequios por ejemplo trajes, como su gran amigo Camps, o viajes, como su gran amiga Ana Mato. Tiene que mentir. Es más, no puede hacer otra cosa que mentir a cara descubierta, frente a toda evidencia porque cualquier reconocimiento de los hechos lleva indefectiblemente a su persona. Por eso destituye a Mato de ministra pero la defiende en el Congreso y le conserva el escaño y el puesto en la dirección del partido. Es lo que hizo con Bárcenas; lo que hace con todos los acusados de presuntos delitos hasta que los jueces los meten en la cárcel.

La comparecencia de Rajoy fue un espectáculo grotesco. Ver al principal responsable político de la corrupción en el PP y en su gobierno, acusado él mismo de cobros dudosos, dando lecciones de ética y honradez, suspendía el ánimo y producía una mezcla de hilaridad y asombro. Rajoy, forzado por las circunstancias, como siempre, traía al parlamento una medidas insuficientes y rescatadas del cesto de los papeles. Precisamente la dimisión de Ana Mato por corrupta hizo recordar que era ella quien se encargaba del código de buenas prácticas en 2009, en los felices tiempos en que la Gürtel, al parecer, pagaba sus viajes a Disneylandia. Ello da una idea de la importancia que Rajoy y los suyos otorgan a los compromisos regeneradores, las declaraciones, las deontologías.

En realidad estaba representando un papel autoatribuido, el del gobernante por encima de toda sospecha, el estadista solo atento a las grandes cuestiones que no va a entretenerse en minucias como averiguar de dónde salieron los cientos de miles de euros que cobró presuntamente en negro. Algo tan absurdo que el papel tenía ribetes de payasada. Por eso festoneó su discurso, todo él leído, palabra por palabra, para no equivocarse, de frases ampulosas y todas falsas. Pero no se molestó en fingir sinceridad ni autenticidad. Nuestro hombre sabe que ya no puede aspirar a convencer a nadie pues nadie le otorga crédito alguno. Por eso, ni lo intenta. Representa el papel casi de modo rutinario, para cumplir el enojoso trámite parlamentario del que no depende nada. El PSOE le negó legitimidad autoridad, cosa obvia, e IU pidió su dimisión. 
 
Todo inútil. Cumplido el trámite parlamentario, Rajoy puede seguir buscando leones, como Tartarín, que ya su mayoría absoluta se encarga de bloquear cualquier intento de control democrático, de petición de responsabilidades, de transparencia, de rendición de cuentas, de todo aquello sobre lo que se legisla para ignorarlo mejor.