divendres, 10 de gener del 2014

La delgada línea negra.

Esta es una entrada de reconocimiento y agradecimiento a jueces como Alaya, Castro, Garzón, Gómez Bermúdez, Pedraz, Ruz, Silva y muchos otros de menor renombre pero similares merecimientos.

La última de defensa del Estado de derecho en España son sus jueces. Sin duda, la administración de Justicia tiene baja valoración en la opinión ciudadana, según los sondeos, y eso afecta a jueces y magistrados, lo cual no es enteramente justo. En la medida en que la "administración de Justicia" tiene una entidad material, su principal defecto es la lentitud, achacable a la escasez de recursos, algo de lo que los profesionales no son responsables porque es cosa de los políticos. En la medida en que la entidad quiere ser institucional, por ejemplo, cuando se habla del Poder Judicial, su rasgo es que no existe. No hay un lugar concreto en el que esté residenciado el poder judicial, compuesto por unos miembros que sean mancomunadamente responsables de las decisiones colectivas, como el gobierno y el parlamento. No hay decisiones colectivas del poder judicial. El poder judicial son sus jueces. Cada uno de ellos al actuar es el poder judicial en su plenitud, sin perjuicio del sistema de recursos.

Por eso es tan importante la fibra moral, la personalidad de los jueces individualmente considerados. Y los justiciables tenemos derecho a decir qué jueces queremos, con cuáles simpatizamos. Para Palinuro son dignos de aplauso y agradecimiento los mencionados más arriba, tanto los nominalmente citados como los que no, porque tienen un rasgo en común, su independencia, su rigor y su entrega desinteresada a la causa de la Justicia. Otros ciudadanos preferirán, quizá, otro tipo de juzgadores. Están en su derecho. Lo pertinente es exponer los respectivos méritos ante la ciudadanía para su información.

Los jueces citados al principio son ciudadanos, funcionarios públicos por cierto, cuya importancia para el funcionamiento del Estado de derecho está en agudo contraste con sus recatadas vidas, sus biografías anodinas, la fragilidad material de sus condiciones de existencia, lo modesto de sus ingresos. Son ciudadanos normales que, sin embargo, en el ejercicio de sus funciones, están sometidos a presiones de todo orden, tan atroces que el resto seguramente no alcanzamos a imaginar. La delgada línea negra formada por los jueces, la última defensa de nuestras libertades públicas, nuestros derechos y garantías, se enfrenta a un formidable aparato con todos los poderes legales e ilegales, materiales e ideológicos, empeñado en doblegarlos, ponerlos a su servicio y conseguir así una "justicia" a la medida de sus intereses políticos, religiosos, económicos. Y se enfrentan solos, valiéndose únicamente de su integridad, su valor, su conciencia cívica; y apoyados por los ciudadanos que queremos jueces justos.

Ese aparato desencadenado en contra de unos jueces independientes en una contienda muy desigual tiene a su vez muchos frentes. La primera oposición la encuentran aquellos -y en términos duros, casi descalificatorios- en el ministerio fiscal y, más en concreto, en la fiscalía anticorrupción que -dependientes como son del gobierno- dan la impresión de actuar como defensas de los imputados o acusados siempre que estos tengan relación directa o indirecta con los poderes públicos, desde los presidentes autonómicos hasta los miembros de la Casa Real.

¿Para qué hablar del gobierno? Sus miembros y presidente repiten la jaculatoria del "respeto a las decisiones judiciales" pero no lo profesan sino todo lo contrario. Su interferencia en la administración de Justicia es permanente. Un ejemplo especialmente detestable: la política de indultos del gobierno del PP es una vergüenza. Indultar es siempre torcer la acción de la Justicia (aunque a veces sean los propios tribunales quienes, por alguna razón, recomienden el indulto a la par que condenan) pero hacerlo de modo reiterado, siempre para los delitos de los allegados política o económicamente y hacerlo de formas que suscitan dudas sobre su legalidad es venir a constituirse en un contrapoder de la justicia. 

Más presiones. El frente mediático es especialmente feroz. Aquí no se guardan ni las apariencias de respeto a la judicatura. Los medios impresos con portadas alucinantes, los audiovisuales, las tertulias en donde se dicen cosas atroces sobre los jueces, viralizadas luego a través de las redes sociales son un martilleo constante, muchas veces injurioso y, en ocasiones, frisando la calumnia. No han sido extraños los casos de jueces que se han visto obligados a pedir el amparo del Consejo General del Poder Judicial.

Y más. Los partidos, singularmente el del gobierno por ser el que reúne mayor cantidad de escándalos, imputados, procesos, (pero sin ignorar a algunos otros, aunque sea en proporción menor, como el PSOE o CiU) llegan a extremos de verdadera hostilidad. La sistemática destrucción de pruebas del PP (registro de entradas, discos duros, papeles, correos electrónicos, etc) define qué se entiende en él por colaboración con la justicia. El símil perfecto lo dio hace unos días Rajoy con su necedad habitual: el PP colabora con la justicia cuando el juez, harto de que no le envíen los documentos que reclama, manda la policía judicial a registrar la sede del partido. La práctica de este de constituirse en acusación en los procedimientos que le afectan directamente con el propósito de reventarlos desde dentro (razón por la cual el juez ha tenido que expulsarlo) es otra acabada muestra de colaboración con la justicia.

Y la suprema: el dinero. El dinero en la época de la codicia universal. Todos estos procedimientos son bailes de millones, de cientos, de miles de millones, estafados, evadidos, malversados, indebidamente apropiados, blanqueados, invertidos en opciones opacas, a nombre de testaferros, refugiados en paraísos fiscales. Una asombrosa recua de financieros ladrones, empresarios piratas, políticos comisionistas y sobrecogedores, clérigos logreros, delincuentes de guante blanco y de guante marrón, todos ellos presuntos desde luego, protagonizan una commedia dell'arte de la corrupción tradicionalmente española. Hoy elevada a la enésima potencia por las burbujas financieras en la época de las nuevas tecnologías y la coronación del edificio bajo la forma de una jefatura del Estado, una Corona, que no solamente no está por encima de toda sospecha sino que lo está por debajo de todas ellas. Pues bien, frente a esa degradación de la estima colectiva que amenaza con pulverizar lo poco de Nación que queda a España, solo tenemos esa frágil pero dura línea negra. Nuestra última frontera.

En un país en el que un tesorero, de esos de manguitos y visera, acumula cincuenta millones de euros en una cuenta en Suiza, ¿cuánto pueden algunos empresarios o delincuentes ofrecer a estos jueces por archivar un caso, dejar prescribir un delito, ignorar una prueba? ¿Cuánto a unos funcionarios que cobran unas pagas en nóminas públicas por cuyo monto anual muchos de esos personajes no se levantarían de la cama? Bastantes políticos se venden. Tenemos casos para todos los gustos y todas las cuantías, según el volumen del negocio, desde unos miles de euros en comisiones a millones. ¿Por qué no los jueces? Téngase en cuenta que, además, ya vienen baqueteados, con las costillas brumadas por los medios y su honor pisoteado por auténticos sayones. ¿Por qué no van a razonar como, probablemente, les insinúe el egoísmo en sus horas bajas? ¿Qué necesidad tienen de pasar ese calvario (y, quizá, hacérselo pasar a sus familias) cuando podrían quitarse de líos y disfrutar de una saneada rentita producida por alguna generosa dádiva de uno de esos millonarios delincuentes?

Pues no lo hacen. Y siguen. En esos juececillos que van y vienen afanosos entre focos y micrófonos con sus trajes prêt à porter arrugados y sus corbatas descolocadas, frente a la impecable e implacable elegancia de los mangantes, está nuestra última esperanza de no sentirnos irremediablemente avergonzados de ser españoles. 

Gracias, señorías. Ustedes sí hacen honor al nombre.