En cualquier país civilizado en que el juez dice que un partido de gobierno lleva años (veinte en concreto) con una caja B, falsificando las cuentas con doble contabilidad para engañar al Tribunal de Cuentas y financiarse ilegalmente, en cosa de segundos, el tal partido -más bien asociación de malhechores y sinvergüenzas- estaría disuelto y sus principales dirigentes haciendo el petate, camino de la cárcel.
Si en ese mismo país, el presidente del tal partido, llamémoslo por el nombre figurado de señor Roboy, hubiese nombrado al tesorero en condición de hombre de confianza y estuviera bajo acusación de haber participado en el latrocinio, embolsándose sobresueldos ilegales por más de un millón y medio de euros, el tal mangante estaría encabezando la fila de ingresos en prisión. Y, detrás de él, toda la retahila de chorizos que lo ayudaron a organizar ese aquelarre de corrupción y robo sistemáticos.
Quizá las cosas no fueran tan veloces y, entre el conocimiento público en sede judicial de estos delitos y la entrada en prisión de los delincuentes que se hacían pasar por políticos, a lo mejor pasaban unas horas. Pero, desde luego, no hay duda de que ninguno de esos países civilizados haría la vista gorda ante las actividades de una asociación de granujas y mucho menos perdería el tiempo escuchando las majaderías que tuviera que decir el sinvergüenza y ladrón mayor, como si estuviera hablando de política.
Pero España, de sobra lo sabemos, no es enteramente un país civilizado. Aquí puede ser presidente del gobierno durante dos años (por lo menos), un sujeto que lleva ese tiempo mintiendo sobre sus ingresos; diez veces dos, presuntamente, cobrando sobresueldos ilegales; viajando gratis, según acusaciones, a cuenta de unos ladrones; escribiendo SMS de aliento y apoyo al principal delincuente de la causa, una vez ya encarcelado. Y no solamente puede ser presidente del gobierno, sino que se permite el lujo de organizar una dictadura de hecho, dando un golpe de Estado en toda regla cuya última manifestación es un proyecto de ley de "Seguridad" ciuadadana (en realidad, de "inseguridad ciudadana y atropello de los derechos"), mediante la cual se garantiza que los crímenes de todo tipo que pueda cometer la polícía, azuzada a la represión por la banda de malhechores para que no se propalen sus delitos, queden impunes. Para ello, en un alarde de mentalidad represiva fascista, prevén multar con 600.000 euros no a los policías que puedan apalear a los ciudadanos hasta matarlos (como hicieron hace poco con un empresario en Barcelona), sino a aquellos otros que hayan grabado las tropelías policiacas y quieran difundirlas.