Valencia tiene el raro mérito de ser la comunidad más afectada por la corrupción. Una décima parte o algo así de los diputados del PP en las cortes valencianas está imputada en procesos penales, de forma que las sesiones parecen escenas de Mackie el Navaja. Hay literalmente una recua de alcaldes, alcaldesas, ediles implicados en mayor o menor grado en las más diversas corruptelas, recalificaciones, concesiones de recogidas de basuras. El presidente de la diputación de Castellón es casi en sí mismo una novela picaresca. Las supuestas malversaciones, concesiones ilegales por importe de miles de millones de euros inundaron los corredores del poder, los despachos de las empresas, los pasadizos de la trama Gürtel. Como a Al Capone en la declaración de la renta, a Camps lo pillaron en el pago de tres trajes. Y ahora va camino, al parecer, de una imputación en un asunto de millones que junto a Barberá, pudo haber pagado a Urdangarin, el apuesto galán, especialista en relaciones públicas.
Pero Valencia es también un baluarte del PP y, más en concreto, de Rajoy. Fue Valencia, Camps y sus cohortes, la que consagró la presidencia del partido de Rajoy y yuguló el intento de un sector crítico de substituirlo por Esperanza Aguirre con el apoyo de significados medios madrileños. Y, como Rajoy es hombre agradecido, ahí ha ido a una convención del PPPV en el simbólico lugar de Peñíscola, donde el Antipapa Luna, a repetir eso de que Valencia es un modelo y sus políticos, dignos ejemplares. Y ha tenido que hacerse una foto con la dirigencia valenciana. En ella aparece Ritá Barberá con un gesto mohíno, pues no está pasando por sus mejores momentos.
Ni una sola palabra sobre la corrupción, a pesar de que acaba de saberse que la Generalitat adjudicó 4.000 millones de euros a empresas de la trama Gürtel, en una comunidad en que muchos niños no tienen calefacción en las escuelas o tienen que pagar por llevarse la comida. De la corrupción aquí no se habla. Se habla de la crisis y se dicen las habituales sinsorgadas ya como letanías, que si vamos mejor, que si tocamos fondo, si estamos mejor que el año pasado y estaremos estupendos el que viene, los brotes verdes, los amarillos y los violeta, si el paro del mes de mayo. Y la gente lo oye como quien oye llover.
Lo que estamos todos esperando es ver cómo va a quedar Rajoy cuando avance algo más el proceso de los papeles de Bárcenas y se dé por probado, como puede pasar, que el presidente estuvo cobrando sobresueldos hasta ayer mismo, que los cobraba cuando decía que tenía que mirar su cuenta a fin de mes y que, quizá por mirársela, se los incrementó sensiblemente mientras los de los demás mermaban.
Rajoy se obstina en hablar de la crisis (para no decir nada, además) ignorando los otros dos problemas acuciantes a que se enfrenta su gobierno: la corrupción y el independentismo catalán. Este último adquiere un peso, una extensión en la sociedad catalana y una fuerza que el gobierno prefiere ignorar, fiándolo todo a su recurso a un Tribunal Constitucional en el que acaba de colocar tres magistrados de su cuerda, sobre todo ese militante ideológico de la extrema derecha neoliberal, López, asimismo nacionalista español a ultranza.
Sin embargo el independentismo avanza. El último sondeo de El periódico dice que un 72 por ciento de los catalanes quiere el referéndum y el 45 por ciento de los encuestados se declara por la independencia. La probabilidad de que produzca un conflicto es cada vez mayor. Y el gobierno, devorado por los asuntos de corrupción, carece de autoridad para gestionarlo.