Hay perrofalutas por todas partes. A De Guindos le han montado un pollo en la London School of Economics. Se vive una especie de estado de insurrección social permanente frente a los gobernantes. También a Ignacio González lo increpaban los trabajadores de Telemadrid en los pasillos de ese ente o "entillo". Los perroflautas se multiplican. Es raro el desplazamiento de algún gobernante de cualquier nivel que no tropiece con uno u otro tipo de contestación o protesta de los colectivos bajo su jurisdicción. El foro público está agitado, como en abullición en un clima de oposición y crítica crecientes a un gobierno que no parece tener otro objetivo que empobrecer a la gente.
Mientras tanto el debate en los medios se ha llenado de grandes palabras: vuelve la reforma de la Constitución y trae añadida una coletilla más radical que pide un proceso constituyente; se replantea la independencia de Cataluña y regresa a la palestra el derecho de autodeterminación, cuestión sempiterna; se propone modular (esto es, restringir o suprimir) derechos fundamentales. Son términos que apuntan a controversias latentes que nunca se sabe si están zanjadas o no. Desde luego, la de la organización o planta territorial de España no lo está ni mucho menos. Esta conciencia es la que anima las nuevas propuestas de reformar la Constitución. Se quiere reformar la Constitución para encontrar ahora una vía nueva (la del federalismo tiene muchos partidarios al sur del Ebro) de encaje de las autonomías díscolas y que impida la secesión de Cataluña a la que, en poco tiempo, seguiría la del País Vasco.
Pero precisamente porque es un viejo problema español, el nuevo giro del nacionalismo periférico acabará encontrando algún tipo de arreglo con el nacionalismo español al menos por una temporada.
Lo interesante de las grandes palabras es lo referido a los derechos fundamentales y el funcionamiento de las instituciones democráticas. Hay aquí una deriva autoritaria muy preocupante. El gobierno se empeña en considerar que el movimiento de protesta ciudadana es un mero problema de orden público y, amparado en ese criterio, aplica una política de represión preventiva claramente ilegal y se enfrenta a las concentraciones y manifestaciones pacíficas con desmesurada violencia, conculcando derechos fundamentales de la ciudadanía.
Y todo eso, además, según explica el ministerio del Interior, en defensa del buen funcionamiento de la institución clave de la democracia española, el Parlamento. Ya la delegada Cifuentes había calificado el movimiento 25S de golpe de Estado encubierto, algo cuya gravedad (completamente imaginaria) justificaría una política represiva particularmente dura y una criminalización de la oposición extraparlamentaria.
Sin embargo, esta entronización del Parlamento no casa con el orden de prioridades del presidente del gobierno quien no tiene planeado asistir a él en todo el mes de octubre. Resulta irónico pretender encarcelar a la gente por protestar frente a un Parlamento que el propio presidente del gobierno desprecia hasta el punto de no pisarlo.
En realidad, con la mayoría absoluta del PP, el Parlamento toca la irrelevancia frente al gobierno. Y este no se para aquí sino que, cuando los jueces contradicen sus propósitos represivos, defienden la legalidad y se niegan a aplicar penas arbitrarias (lo que ha hecho el juez Pedraz, de la Audiencia Nacional) los partidarios del gobierno los insultan y someten a un verdadero linchamiento moral con una impudicia que avergonzaría a cualquiera con un respeto mínimo por la independencia judicial. La finalidad está clara: amedrentrar a los jueces para conseguir de estos la misma obsequiosidad que el gobierno tiene del parlamento.
No lo conseguirá. Si lo consiguiese sería ya la conversión de la demediada democracia española en una dictadura completa.
(La imagen es un vídeo de de You Tube, bajo licencia Creative Commons).