En estos momentos, un órgano colegiado, el pleno del Consejo General del Poder Judicial, debate si fuerza o no la dimisión de su presidente que lo es también del Tribunal Supremo, Carlos Dívar.
Los hechos son de conocimiento público. No merece la pena reseñarlos. No es una cuestión de objetividad penal, sino de subjetividad moral. Cuando un cargo público de relevancia semejante a la de este bipresidente tiene un tropiezo similar y el asunto se deriva por la vía judicial, el resultado goza de mayor o menor aceptación en la opinión pública que concede de entrada un margen de confianza a los jueces. Sin embargo, cuando se pide de estos que resuelvan en algo que afecta tan directamente a su estamento como el caso actual, el margen se estrecha casi hasta desaparecer. Y con razón, como acaba de verse. Al rechazar de plano las querellas en contra de Dívar, sus colegas vinieron a decir que no están dispuestos a someterse a la ley que imponen a los demás. No cabe comportamiento más destructivo para el prestigio de las instituciones.
La comparecencia de Dívar hace unos días, calculada no con el espíritu de transparencia ante la opinión, sino con el de una estrategia de defensa de un gabinete de comunicación, fue una metedura de pata colosal solo comparable a aquella entrevista vergonzosa que la TV le hizo al acusado por los GAL, Julián Sancristóbal en la propia cárcel con el fin de exonerarlo. Las "explicaciones" públicas de Dívar -un Dívar cuya primera reacción al conocerse sus andanzas y presuntas malversaciones de dineros públicos fue de insultante soberbia y desprecio hacia el parecer colectivo- fueron una infantil maniobra de ocultación que únicamente lo pusieron más evidencia. Las revelaciones posteriores sobre sus otras escapadas y el frágil castillo de naipes que ha montado con sus inverosímiles y desmentidas coartadas ponen su peripecia no a la altura del Tribunal Supremo sino de una taberna de pícaros. Eso sí, con pretensiones de gran refinamiento, boato y bastante cursilería, quizá la característica más acusada de este magistrado.
Los propios jueces, muy corporativos, han cerrado el paso a la vía penal, pero eso solo echa sobre el CGPJ la responsabilidad añadida de actuar con una fuerza redoblada en el terreno de escrupulosidad moral.
El comportamiento de Carlos Dívar no es de recibo y si el hombre, quizá en un gesto de obcecada desesperación, no tiene la gallardía de dimitir, el CGPJ debe destituirlo.
La inaceptable mezcla de personalidad pública y privada en la vida de Dívar y que este no ha sabido vivir con dignidad no deja otro camino. Sobre todo porque el propio Dívar es consciente de que su posición no es sostenible. Cuando en su lamentable comparecencia lloriqueó que él era juez las veinticuatro horas del día estaba dándose a sí mismo el tiro de gracia. Quien acepta voluntariamente ser ejemplo de conducta ininterrumpidamente no puede reclamar territorio exento alguno. Dívar es un ser humano y, como tal, tiene derecho a vivir su vida privada como le parezca y con quien le parezca, pero no en la zona de penunmbra entre lo lícito y lo ilícito; menos negándose a aclarar su comportamiento y refugiándose en una cobertura de secreto a la que no está legitimado y muchísimo menos con el dinero de los contribuyentes. Si el señor presidente del Tribunal Supremo quiere que los camareros de los restaurantes marbellíes de lujo lo admiren por su relevancia pública y el buen gusto que tiene al elegir sus acompañantes, que se lo pague de su bolsillo.
Por lo demás, toda esta ya larga disquisición sobra. Pocas veces un caso en discusión concita tal unanimidad en la opinión. Cuando uno cosecha un resultado como el que revela la encuesta de El país más arriba, lo único decente que puede hacer uno es un mutis discreto por el foro. Y llevarse con él a su guardaespaldas.
(La primera imagen es una foto de 20 Minutos, bajo licencia de Creative Commons. La segunda, una captura de El País de hoy).