diumenge, 17 de juny del 2012

Los veintisiete contra Atenas


De ti imploro, oh musa, el arte para narrar aquellos aciagos acontecimientos que, encadenados por el destino, llevaron a la actual situación de caos helénico. Acudía el demos a pronunciarse en el ágora sobre las condiciones de paz dictadas por los nuevos persas. Los dioses, siempre veleidosos, ya no los hacían venir del Oriente de los bárbaros despotismos, sino de las regiones hiperbóreas septentrionales.
Reinaba la disensión en el seno de la Ecclesia y quienes más alto hablaban era el partido del pueblo y el partido de la oligarquía. El primero pretendía hacer frente y resistir a los nuevos persas. El de la oligarquía, al servicio de la corte de la reina bárbara del Norte, prefería pactar con el extranjero a costa del pueblo. Aprovechando la confusión reinante, merodeaban por la polis bandas armadas partidarias de los tiranos que apaleaban preferentemente a los metecos aunque también arremetían contra los ciudadanos con aspecto de demócratas.
El Consejo de los dioses hubo de suspender los preparativos de los próximos juegos olímpicos a punto de celebrarse en una tierra ignota que los atenienses siempre pensaron estaría poblada de monstruos. Acertó a reunirse de urgencia en una cosmología extraña, cerca de la ciudad sagrada de Tenochtitlan. Los dioses del lugar eran muy abigarrados y llamaban G-20 a su Consejo. Los unos y los otros dioses miraban consternados los acontecimientos en Atenas porque si los ciudadanos decidían apoyar el partido del pueblo, este lucharía contra los nuevos persas y no les dejaría ocupar la acrópolis, en donde los germanos querían establecer un banco. Sobre todo les preocupaba que los atenienses rebeldes encontraran apoyo en otros lugares de la ecumene. En muchas colonias de la Magna Grecia había focos que miraban a Atenas, prestos a convertirse también en incendios populares que traerían una oleada de democracia, o sea, de demagogia.
La reina de los bárbaros del Norte ya había advertido a los díscolos atenienses de las consecuencias de la rebeldía: uno de cada diez ciudadanos sería sometido al ostracismo. Pero era poca amenaza. Se necesitaba algo más fuerte. De pronto apareció Hermes, el heraldo de Zeus, portador de un mensaje de los olímpicos a los atenienses: "Desterrad de entre vosotros toda desmesura prometeica, no queráis temerariamente ser hombres y conformaos con ser esclavos como es la voluntad de los inmortales. Abandonad el partido del pueblo y seguid el de la oligarquía, pues corresponde al orden natural de las cosas y apacigua a los dioses que sabrán ser próvidos con vuestras desgracias".
Al otro extremo del piélago, en Iberia, algunas tribus rebeldes, muy cercanas en espíritu al partido del pueblo ateniense hablaron de intolerable injerencia de los dioses en los asuntos internos de la polis ateniense y propusieron hacer como hicieran los griegos. Enfrentarse a los tiranos de la colonia, al servicio de los bárbaros invasores y poner coto a la desmesura de estos. Devolver la autonomía al pueblo ibérico así como la isonomía y la isegoría, la igualdad ante la ley y la libertad de expresión. Ambas le habían sido arrebatadas por la oligarquía colonial al servicio de los veintisiete tiranos.
Los mismos dioses, oh musa, estaban al servicio de la tiranía de los veintisiete cuya estrategia era someter a servidumbre a los pueblos del sur, siempre incómodos, indisciplinados y revoltosos.Y, sin embargo, en aquella confusión, en aquella turbamulta de bárbaros, dioses, ciudadanos, metecos, oligarcas, demagogos, sicarios, esclavos y estrategas, en donde nadie parecía entender nada, una cosa había quedado clara: era el pueblo el que hablaba y el mundo civilizado entero, los mortales y los inmortales, la tierra y el reino de los muertos estaban pendientes de su palabra.
(La imagen es una foto de Wikipedia en el public domain. Representa la Victoria alada, la Niké de Samotracia, esculpida para celebrar un triunfo naval en el siglo II a. d. C. Se encuentra en el Louvre).