Estas Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ) que la iglesia ha escenificado en el agosto madrileño a mayor pompa del Papa de Roma están deparando novedades sin cuento, sorpresas que suspenden el ánimo. Las muchedumbres de sedicentes peregrinos llevan dos días de experiencia religiosa y además viajan en los transportes públicos, se alimentan opíparamente en todo tipo de establecimientos, se alojan en locales que la autoridad ha cedido graciosamente y visitan algunos museos, todo ello gratis total a cuenta de los contribuyentes españoles, en especial los sufridos madrileños. Milton Friedman, gurú de la escuela monetarista y forofo del mercado libre, dio lustre al viejo dicho de "No existe el almuerzo gratis". En efecto, no existe; alguien lo paga siempre. Aquí, está claro.
No tiene nada de extraño que un sector de la población haga civilizadamente público su descontento. Sus adversarios dicen que son muy pocos, grupúsculos. Dejando de lado el hecho de que, aunque fuera un solo ciudadano, tendría igual derecho que la multitud de gratistotales a manifestarse, la apreciación es falsa. Son pocos los que salen a la calle a recibir los seguros porrazos de la policía. Son muchos más los que no quieren que los apaleen pero suscriben la protesta de los apaleados a los que Cospedal considera intolerantes sin límites. Desde luego hay que ser intolerante para no gozar cuando a uno le abren la cabeza. En fin, tómese nota del sin límites porque ayer fue un día de límites.
Aparte de departir de nuevo con el Rey, con el presidente del Gobierno y otros dignatarios y autoridades mundanas, el Papa, a quien Manolo Saco llama el farsante de Roma en un artículo que quita el aliento, tuvo dos momentos espectaculares, en el Escorial y en el Paseo de Recoletos. En el primer lugar reunió a los profesores universitarios católicos y adoctrinó a una multitud de monjas sobre la radicalidad de la fe evangélica. Eso servirá para que corra mucha tinta y ya habrá quien señale el irrisorio hocus pocus en que Ratzinger se enreda cada vez que tiene que hablar a mujeres a las que considera poco más que escobas parlantes. Eso de la radicalidad, por cierto copiado de Marx, sonaba a monólogo de Cantinflas.
Pero lo importante fue lo que dijo en otro terreno general, filosófico: que no podemos permitir una ciencia sin límites. Ahí es donde está la bomba metafísica. Un hombre que administra conceptos como lo ilimitado, lo infinito, lo eterno sin tener la mínima base racional para ello, dice que hay que poner límites a la ciencia. Obviamente no quiere competencia, sobre todo de la ciencia, que no hay revelación que pueda con ella. Pero ¿qué significa poner límites a la ciencia? Es obvio, poner límites al conocimiento humano, límites exteriores al conocimiento mismo provenientes de la moral y del conjunto de supersticiones, milagros y portentos en que este hombre dice creer. La ciencia es el conocimiento riguroso y cierto de los hechos a la luz de la razón y no puede tener límite alguno a priori. Y mucho menos impuesto por una persona que asegura que, cuando se le antoja, es infalible. La idea de que la ciencia pueda tener resultados que aniquilen la especie, por ejemplo, o la degraden, es muy vieja. La utopías Erewhon, de Samuel Butler y The Coming Race, de Bulwer Lytton (las dos hacia 1871), ya hablaban de la posibilidad de que las máquinas se rebelaran contra los hombres. La imaginación es libre. Hasta podría haber cristales soñadores, según soñaba a su vez Sturgeon. Pero nada de eso justifica que alguien sostenga la peligrosa idea de que hay que poner límites a la ciencia. Porque habla de eso, de limitar la ciencia, no el uso político, o social, o económico que pueda hacerse de ella, sino la ciencia en sí misma; limitar el avance del saber, la libre indagación, el unended quest de Popper. Es de comprender que el Papa lo haga porque es su negociado y su especialidad, las relaciones entre la razón científica y la fe (que, como se ve, consisten en que la primera se someta a la segunda) y no va a ir contra las normas de la casa. Pero, francamente, eso es tan absurdo, inhumano, retrógrado e inútil que da un poco de vergüenza ajena.
Por la tarde, el Papa se fue al via crucis de Recoletos. Convertir el Paseo de Recoletos en un recordatorio del camino del Calvario es tan absurdo como lo de los límites y, además, de un nivel cultural bajísimo. ¿No podía haber hecho interpretar el Mesías de Händel en el Campo de las Naciones, por ejemplo? En fin, via crucis fue y a él se sumó el dimitido Francisco Camps, lo que demuestra que la iglesia admite a todo el mundo, pecadores arrepentidos y sin arrepentir.
Al otro lado del escenario, el de las sombras de la noche, los tumultos, las cargas, las carreras, las protestas y vuelta a empezar, la tónica es la de la brutalidad policial. La petición para que dimita la delegada del Gobierno es generalizada. Palinuro no se sumó ayer ni lo hará hoy. Es evidente que la situación se le ha ido de las manos a la delegada (a la que no sé qué caso real hace la policía) y que cada vez va a peor. Se está creando una situación tensa en las calles de Madrid en la que puede haber una desgracia que, guste o no guste a la jerarquía, será como un baldón en este alegre festival de lo que Gallardón llama "la profesión pública de la fe", como si el resto del año los católicos estuvieran en las catacumbas.
Queda un día, creo, y las cosas no van a arreglarse a tiempo con la dimisión de Carrión. Entiende Palinuro que la delegada del Gobierno debiera cambiar de actitud y de criterio, tener el valor de sus supuestas convicciones de izquierda y actuar en consecuencia, esto es, por un lado ayudar a la investigación sobre las supuestas brutalidades policiales y agilizarla y, por otro, defender el derecho a manifestarse de los laicos, que somos pacíficos y no atacamos a nadie y protegerlos de los gratistotales que son los que agreden y hostigan permanentemente a quienes estamos pagando su estancia aquí.
(La imagen es una foto de Beyond Forgetting, bajo licencia de Creative Commons).