dimecres, 15 de juny del 2011

Cuando no hay futuro, hay presente.

Por la retirada del Diccionario franquista de la Academia


Y un presente que se enseñorea del futuro porque lo están moviendo los jóvenes. Basta ver las fotos. Media de edad, veintitantos años. ¡Que bien lo decía Serrat en los sesentas! : Ara que tinc vint anys, ara que encara tinc força, que no tinc l'ànima morta, i em sento bullir la sang. Siempre son los poetas los que definen los tiempos y todos los tiempos. Porque ese bullir la sang no es privativo de los veinteañeros. La sangre bulle siempre. Al que le bulle. Al que no le bulle, tampoco le bullía cuando tenía vint anys.

Un momento, pero ¿estos de ahora no eran los jóvenes ni-ni, los que no tenían futuro, la "generación perdida"? Y perdida no en el sentido de la lost generation de mis amores sino en el más puñeteramente real del término: perdida de haber perdido el camino, de haberse perdido a sí misma y no en el aspecto moral porque son jóvenes muy formales, sino en el esencial, el laboral, que es donde se hacen las personas. La generación de las no-personas que, vaya ironía, es la mejor formada de la historia del país.

Pues estos perdidos, convertidos en indignados, han ido a encontrarse en la vía pública, en el espacio común, y lo han convertido en un ágora, trasladando un debate sobre los rasgos morales de nuestra democracia que no se da en ninguna otra parte y para el que el sistema no tiene respuesta porque él mismo reconoce estar corrompido hasta la inacción y la parálisis. Lo que acaba de suceder con el Tribunal Constitucional es una prueba irrefutable.

En esta situación el movimiento del 15-M, que lleva la iniciativa de modo sistemático, se ha convertido en una revolución que ya nadie puede detener. Ni quienes la pusieron en marcha. Y no puede detenerse porque, al no tener estructura política, nadie da las órdenes y con nadie cabe negociar nada. Tampoco se puede detener policialmente porque, al carecer de estructura orgánica, no hay nada que se pueda desmantelar y sólo cabe encarcelar a cientos y miles de personas, lo que no es ni imaginable.

Así que cuanto antes comprendan los partidos, los políticos, que no pueden seguir ignorando el fenómeno porque ya ni los deja trabajar, mejor será para todos. Cierto, cabe decir que lo que el 15-M tiene que hacer es dejar trabajar a los políticos (se refiere a los diputados del Parlament en Cataluña, que no pueden recortar a gusto con tanto alboroto), pero la verdad es que tienen escasa legitimidad. Lo han hecho muy mal; lo saben; lo confiesan; pero quieren seguir haciendolo peor. En el PP dirán lo que quieran pero un país en el que un ciudadano como Camps toma posesión de un cargo público tiene un grave problema moral. Lo sabemos todos. Pero los del 15-M lo dicen y, además, se han plantado. Es posible que parte del discurso de los políticos sea razonable: que no sea momento de andar con experimentos de envergadura como están las cosas por ahí fuera. Posiblemente. Pero si la observación no llega muy tarde de forma que la riada va a llevarse por delante los remilgos, será cosa que podrá negociarse con los indignados, que están indignados pero son muy razonables. Es más: están indignados porque son muy razonables.

Lo mejor que puede hacer el sistema (para entendernos) es dar estado a la cuestión, designar una comisión parlamentaria o algo así como interlocutor con el 15-M y negociar. Es difícil porque muchos vienen pidiendo un proceso constituyente y eso son palabras mayores. Pero como de algún modo habrá que decidir qué hacemos, si es que queremos hacer algo, alguien habrá de dar el primer paso para hablar. Porque la política es eso, hablar, entenderse, ponerse de acuerdo. Puede que la teoría sea excesiva pero es que la praxis no lo es menos.

Los partidos, en especial los de izquierda, parlamentarios o no parlamentarios, sienten una especie de fuerza que los arrastra a hacer causa común con los indignados, en algunos casos intentando convertirse en la vanguardia de estos, pretensión fracasada hasta la fecha, por lo que he podido ver. Pero está bien que la izquierda se mire en espejo del 15-M porque las reivindicaciones de este son en un noventa por cien las clásicas suyas que se habían ido quedando por el camino.

La derecha querrá llevar el asunto al territorio del enfrentamiento y la guerra. ¿Hablar? ¿Hablar con una manga de desharrapados que cultivan marihuana por las esquinas? Aquí hablan las urnas, los partidos, las instituciones. La gente, a callar. Sobre todo porque, puestos a movilizar gente, la derecha puede echar muchedumbres a las calles. Lo que no puede conseguir es que se queden de acampada una quincena en una plaza pública.

La derecha soporta también un serio handicap a la hora de hablar y es que tiene muchos asuntos por indiscutibles. Realmente muchos: la Constitución, la Monarquía, la unidad de España, la religión católica, la familia. Indiscutibles en sus peculiarisimas concepciones entre las cuales está que Franco no era un dictador. En cambio, Negrín, sí. Poco más o menos, entiendo, como el 15-M es el precursor de un movimiento totalitario. Nada menos. Y habrá que reconocer que, en cosas de totalitarismos, la derecha sabe lo que dice. Dice, por ejemplo, que el régimen de Franco no era totalitario.

¿Cómo parar una revolución pacífica que se hace por motivos morales invocando la conciencia cívica y el respeto a unas instituciones a las que literalmente se ha hecho trizas, como el Tribunal Constitucional, por ejemplo?