Con motivo del ocho de marzo, día de la mujer trabajadora, El País traía una entrevista con Nawal el Saadawi, una resplandeciente mujer egipcia de 79 años, psiquiatra, escritora, activista y, dice el periódico, "feminista". Claro ¿qué otra cosa puede ser una mujer inteligente? Y el Saadawi lo es en profundidad. Lo de que "La mujer no puede liberarse bajo ninguna religión" es una de esas verdades apodícticas, axiomáticas, evidentes en sí mismas. Le ha faltado decir que el hombre tampoco. Pero se sigue de su interesante discurso cuando señala que la liberación de la mujer necesita la del hombre y viceversa. Nadie puede liberarse con religión alguna. Las religiones se han hecho para atar, para sujetar, para religar.
Lo que esta egipcia está viviendo y lo que cuenta de lo que está viviendo es impresionante. Las mujeres levantan la cabeza en el Islam arábigo, una koiné estrictamente masculina en la que aquellas están ocultas. No digo ya que no lleguen a la dignidad de madres de dioses, como María de Nazaret o a heroínas liberadoras del pueblo elegido, como Judit o Esther; es que no aparecen, no tienen nombre, ni rostro. Solo existen para el placer de los hombres. Y ni siquiera mutuo porque para eso se practica la castración femenina. Esas costumbres son aberraciones, atentados incalificables contra la dignidad de las personas. Privarlas de rostro, que es el espejo del alma, es privarlas de alma puesto que esta sólo florece en contacto con los demás. Esa mujer uzbieca pintada por el gran Vasily Vereschagin en Tashkent en 1873 equivale a un tratado de antropología filosófica. ¿Ha mejorado la condición femenina en estos lugares? Escuchando a Nawal el Saadawi, algo sí, desde luego, pero prácticamente nada, visto el lugar que el Código Civil egipcio, que no puede contradecir a la Sharia, reserva a las mujeres.
Las revoluciones árabes están haciendo visibles a las mujeres y, cuando todo pase, seguramente será imposible obligarlas a volver a casa. Igual que, después de la primera guerra mundial fue imposible desalojarlas de la primera línea de producción y hasta hubo que reconocerles el derecho de sufragio. Y en ese aspecto de género o sexo las redes están ayudando mucho. La blogosfera tiene una intensa presencia femenina. Son tiempos extraordinarios.
Tanto que la Unión Europea, que es de género femenino y esencia masculina, indignada consigo misma al ver la desmayada situación de las políticas de igualdad, amenaza con obligar por ley a incorporar mujeres a los consejos de administración de las empresas. Esto es, el aterrizaje de estas en el poder económico y financiero que es el verdadero poder, el que está en la sombra, el que maneja a los otros dos, el político y el militar, a su antojo. Otro reducto masculino.
Porque la condición de las mujeres en las sociedades occidentales es mejor que en el Islam pero aún deja mucho que desear. Está además enredada en algunas discusiones ridículas en las que muchos intervienen con la aseveración de "yo soy feminista, pero...", que recuerda el "yo no soy racista, pero...". Los dos peros más frecuentes al feminismo son el de la lengua y el del Estado de derecho. Según el primero, las/los feministas se pasan cuando chocan con el espíritu, la estructura, el genio, el yo qué sé sacrosanto de la lengua, herencia de nuestros antepasados que prohíbe decir "miembra" so pena, entre otros horrores, de que algún necio diga que hay que decir también "fantasmo". Como si la lengua fuera una armadura rígida, inquebrantable, venida de fuera, impuesta y no la pasta moldeable con la que las generaciones han ido entendiéndose, a base de innovar, romper esquemas y crear otros. En español (probablemente en todas las lenguas porque el patriarcado ha sido universal) el género masculino comprende a los dos pero el femenino no. Eso tiene que acabarse y tiene que acabarse también en la lengua, que es un medio y no un fin en sí mismo; un medio al servicio de la superación del ser humano; de todas.
El otro pero es el del Estado de derecho, al que han salido defensores acérrimos desde que el feminismo se abre paso normativamente por medio de la discriminación positiva. Somos feministas, sí, pero toda discriminación, sea positiva o negativa atenta contra el principio fundamental del Estado de derecho que es la igualdad ante la ley. Tiene gracia. Cuando las mujeres no votaban, al parecer el principio de igualdad ante la ley no estaba afectado porque Estados de derecho eran Inglaterra, Francia, los Estados Unidos (en donde los negros tampoco votaban). El Estado de derecho puede, pues, admitir considerables excepciones a sus principios sin merma de su perfección. Y la discriminación positiva no parece muy dañino. Y eso si no se quiere justificar la discriminación positiva con razones morales, que las hay.
En el fondo los dos peros coinciden en uno general: la incapacidad para admitir que el lenguaje, las instituciones, las costumbres y tradiciones, son construcciones humanas, sociales, convenciones a nuestra mayor conveniencia, sempiternas en comparación con la vida de cada uno de nosotras pero efímeras en comparación con la especie. El espíritu que ha animado esta construcción en todo el mundo hasta ahora es el del patriarcado. Se trata de que admita otro. El del matriarcado. Aunque cada vez que aparece el poder, el mando, el arché el asunto se complica.
(La imagen es una foto de Duke Human Rights Center, bajo licencia de Creative Commons).