Vuelve Andrej Wajda a sus ochenta y dos años con su consumada maestría de cineasta de alta categoría y con una historia terrible: la matanza de veinte mil oficiales polacos a manos de los soviéticos en 1940 y para la cual sólo en los últimos tiempos hemos encontrado un nombre: genocidio. Durante la guerra fría y los años de las dictaduras comunistas en los países del Este europeo la tesis oficial fue que la masacre la habían cometido los nazis. Es imposible fabular una mentira de este descomunal tamaño sin que por mil poros, circunstancias personales diversas, recuerdos, testimonios individuales, meras casualidades, descuidos, fallos insignificantes la verdad aflore casi de inmediato. Pero ¿qué era la verdad en aquellas sociedades comunistas orwellianas en las que el ministerio de ella misma servía para cocinar la mentira sistemática? Algo de lo que no se hablaba en público, simulando todos comulgar con las ruedas de molino de la propaganda oficial; algo de lo que apenas se susurraba en privado, en la intimidad de las familias y siempre con mucho cuidado porque en aquellas sociedades hasta tu cónyuge podía ser agente de la policía política y delatarte a lo mejor para quedarse con el apartamento.
Está claro que la orden de acabar con aquellos veinte mil prisioneros de un disparo en la nuca asimilaba la política soviética a las técnicas nazis de exterminio científicamente planeado y ejecutado con eficacia industrial de grupos humanos enteros. El pacto germano-soviético dio sus frutos. Pero en el caso de Katyn, a diferencia de lo sucedido luego en Dachau, Auschwitz, Mauthausen, etc, la justificación ideológica de la barbarie no hablaba de una raza superior en trance de exterminar a Juden und Untermenschen ("judíos y subhombres") sino que, al contrario, aunque no se dijera, se trataba de una decisión deliberada de exterminar a un sector completo de la población polaca: a la élite militar, intelectual, industrial y artística. Era el racismo de clase. El modo bolchevique de resolver el problema de la hegemonía de la clase dominante, el exterminio de la pujante sociedad civil polaca con la finalidad de sojuzgar después a la población a base de las elementales patrañas de la propaganda comunista.
La peli es muy dura, está magistralmente rodada, a veces con innecesarios regodeos preciosistas y a veces, también, un poquito confusa, pero siempre con una gran capacidad de relato que tiene al espectador con el alma en un puño del principio al final. Y a ello se añade un factor personal nada baladí que dejo para lo último aunque el director lo adelante ya en el comienzo dedicando la peli a sus padres: su padre fue uno de los oficiales polacos asesinados en Katyn. Piénsese ahora lo que ha tenido que ser la vida del autor de Cenizas y diamantes, trabajando y produciendo durante el régimen de la llamada "Republica Popular de Polonia" bajo la tiranía de no poder decir la verdad: que a tu padre lo asesinaron los camaradas soviéticos y no los nazis, un sistema en el que se ha dado vuelta a la clásica definición weberiana del Estado como "monopolio legítimo de la violencia" sustituido por la de "monopolio legítimo de la hipocresía". Esta película tiene algo de exorcismo, de psicoanálisis, de triunfo final de la verdad y ¡a qué precio!