En 48 horas han muerto tres genios, tres hombres que han marcado muchas biografías; se han apagado tres vidas productivas, ricas, de tres personas cuya labor, dentro de la pauta de elegancia y discreción que les fue común, ha contribuido a hacer del mundo un lugar mejor: el ensayista, el cómico y el científico tuvieron algo más en común que esa condición humana de integridad, mesura y sabiduría en modestia. Los tres, cada uno a su modo, fueron literatos y en su peripecia vital dieron testimonio de su particular visión de la época, cada uno de ellos en su narrativa. Ayala, el único que ejerció como novelista, entre otras cosas, llegó hasta la última esquina del camino, donde da la vuelta el viento, dejando atrás hasta esa mala follá granaína que supo ejercer con caballerosidad y sin rencor a lo largo de su vida de exiliado perpetuo. Lévi-Strauss, a quien no dieron el Goncourt por Tristes Tropiques por estrecheces de la academia literaria, edificó un monumento con rigor estructuralista a la nostalgia de su juventud a la que aún volvió en una de sus últimas (si no la última) de sus obras publicadas, Saudades du Brésil. López Vázquez, goliardo, narrador escénico, el hombre que, junto a Fernán Gómez, cada uno en su estilo, puso rostro a la dignidad escénica española en los largos años de oprobio y miseria moral de la dictadura. Su sola presencia en el reparto era ya garantía suficiente de que la obra de que se tratara no iría por los odiosos cauces de aquel coctail de estupidez civil, fanfarria cuartelera y gazmoñería eclesiástica que fue el alimento espiritual del país durante años.
Si se han encontrado allí en donde estén, se habrán saludado con mutuo respeto. Quizá Ayala haya presentado a López Vázquez al gran mitógrafo, pero lo habrá hecho con el íntimo orgullo de hablar como hombre cabal de un hombre cabal a otro hombre cabal.
Que la tierra les sea leve.