Parece que la última novela de Saramago está levantando ronchas entre los clérigos católicos y, por medio de ellos, en la grey. Vienen a añadirse éstas a las movilizaciones que ya están teniendo lugar en contra de la peli de Amenábar Ágora. Según parece en alguna sala de proyección ésta está garantizada por la presencia de un pequeño contingente policial con un vehículo blindado. Estamos en una sociedad democrática, sí señor, en donde la policía se cuida de proteger el ejercicio de derechos como la libertad de expresión. Si por los católicos fuera el señor Amenábar se iba a meter la peli por donde le cupiera y el señor Saramago a lo mejor tenía que comerse su libro (José Saramago Caín, Madrid, Alfaguara, 2009, 189 págs) página por página.
Tenemos la inmensa suerte de vivir en sociedades occidentales europeas, las más avanzadas del mundo que son laicas y tolerantes y en las que hay libertad de culto. Los católicos conviven con otras religiones a las que toleran no porque la suya sea una religión tolerante (ninguna lo es) sino porque los no católicos los hemos obligado a civilizarse, que nuestro trabajo nos ha costado. Si se baja la guardia, vuelven a las andadas, las quemadas y las torturadas. Para ejemplo, vamos a ver la que se monta con esta última historia de los crucifijos en las escuelas. Otro ejemplo y no en el futuro sino en el estricto presente de qué sucede allí donde la Iglesia católica conserva mayor poder de presión: trate alguien de abortar en cualquier parte de América Latina, bolivariana o no bolivariana, y verá lo que es bueno
De todas formas estamos mejor que en otras partes del planeta. Libros como Caín o películas como Ágora que cuestionan abiertamente la autoimagen de la iglesia establecida son simplemente imposibles en cualquier punto del mundo musulmán. De inmediato, algún cura, Imam, mago o sacerdote, de los que reinan de modo totalitario en el espíritu de las gentes, dictaría una fatwa que haría la vida imposible al artista responsable pues convertiría a cualquier creyente en un asesino potencial, en una bomba de relojería.
En el caso de Saramago, además, se trata de reincidencia y contumacia. Ya su Evangelio según Jesucristo proponía una interpretación de Cristo de la que la Iglesia y otros sepulcros blanqueados abominan. Aprovechando los difusos contornos de la figura histórica de Jesús, Saramago lo convierte en el primero de unos como siete o nueve hermanos hijo, sí, del carpintero José pero al que (al carpintero) hace morir premonitoriamente en la cruz a los treinta y tres años. Jesús vive en alegre, feliz y muy enamorado concubinato con María de Magdala y, como éstas otras numerosas interpretaciones saramaguescas que ponen de los nervios a la Iglesia. Pero el punto fuerte de la visión del novelista es de más calado, de alcance teológico y metafísico, tanto en el Evangelio como en Caín y en ambos casos hace referencia a un aspecto que la doctrina oficial ha olvidado, abandonado, pero tiene un trasfondo destructivo en la teodicea cristiana: se refiere al trato que reciben los niños. En El evangelio según Jesucristo José vive atormentado por la idea de que es cómplice en la muerte de los inocentes decretada por Herodes y tolerada por Dios puesto que, sabiendo que iba a suceder, aprovechó para poner a buen recaudo a los suyos sin cuidarse de los demás. El tormento toma la forma de una pesadilla recurrente que no le deja vivir y que, a la postre acaba con él. Su hijo Jesús hereda la culpa, la pesadilla, la angustia y sus relaciones con su Padre vienen determinadas por ella hasta que es su vida misma la que se convierte en un juicio a Dios. ¿Qué Dios es éste que ordena a un padre, Abraham, sacrificar a su hijo inocente? ¿Qué Dios que quiere la vida de su propio hijo, Jesús?
En Caín, Saramago ha perfeccionado este punto de vista, esta crítica a la maldad intrínseca de Dios y la documenta a lo largo de toda la obra. Caín culpa al creador de la muerte de Abel y no indirectamente, como suelen hacer quienes objetan en puntos de dogma teológico con el interminable asunto de por qué Dios que todo lo sabe, que sabe lo que va a pasar, tolera el mal. Lo culpa también directamente por cuanto ¿qué le costaba admitir sus sacrificios en lugar de rechazarlos? Con esa muestra de arbitrariedad, Dios carga con la culpa de la muerte de Abel.
El resto de la historia es una fantasía acerca del errar de Caín por la tierra tras la muerte de su hermano a la que le condena el Señor pero de la que el Libro no dice nada. Saramago imagina que, por unas u otras vías, Caín está presente en otros momentos posteriores del Pentateuco u otros libros del Antiguo Testamento: la torre de Babel, el becerro de oro, la guerra contra los madianitas, las victorias de Josué y la toma de Jericó, el arca de Noé, las tentaciones de Job, y todo para demostrar siempre lo mismo: el Dios de los judíos, el Dios de los cristianos, es malo, cruel, injusto y su dualidad con el diablo más parece la del ego con el alter ego. En el Evangelio, Cristo pasa cuatro años de aprendizaje de pastor... con el diablo y el pacto que sella con su padre sobre lo que pasará con él en la tierra tiene como testigo a Satanás al que el propio Dios gana en maldad. En Caín pasa algo parecido. Al fin y al cabo es lo que cuenta la Biblia misma en el Libro de Job: las tentaciones de éste no son otra cosa que el resultado de una apuesta entre el diablo y el buen Dios que así se divierte. Todos los episodios en que lo que queda claro es la maldad de Dios los saca Saramago al pie de la letra de los libros y en ellos los rastreamos: los tres mil muertos sin culpa del becerro de oro, Ex., 32-44; el exterminio de mujeres y niños madianitas en Num., 31, 16-17; las cuestiones (por lo demás divertidas) sobre si es el sol el que se para o la tierra en la batalla de Josué, Ios., 7, etc. De ahí que, al narrar el episodio de Babel, el hebreo al que encuentra allí Caín concluye su relato: "La historia de los hombres es la historia de sus desencuentros con dios, ni él nos entiende a nosotros ni nosotros lo entendemos a él". (p. 98). Y el punto crucial, el que emparenta a
Caín está escrito en ese inimitable estilo de Saramago cuyo fondo, de solidez clásica, recuerda el espíritu y la obra de autores como Eça de Queiroz o Anatole France y cuya forma es absolutamente personal al haber abolido todas las convenciones narrativas tradicionales en la puntuación y la sintaxis. Y puesta en un castellano admirable por esa especie de doble de Saramago que es su esposa, Pilar del Río a la que ("Como si dijera agua") el autor dedica esta su última obra que, sin embargo, se lee como fuego.