Viaje al pasado.
(Viene de una entrada anterior de Peregrino de la memoria (XLIII), titulada Tiempos oscuros).
En espera del regreso de Beatriz, Esteban cambia la silla de la mesa por un sillón que hay en un extremo del comedor enfrente del televisor, felizmente apagado, y dice:
- Tengo muchos recuerdos de mi abuela.
- Empezando, supongo, por el de que no quería que le llamasen abuela.
- No. Nos obligaba a llamarla por su nombre de pila, Pilar, pero aun así, era nuestra abuela y nos lo pasábamos muy bien con ella. Nos enseñaba manualidades. Hay que ver la de cosas que sabía hacer.
- Sí, ¿verdad? Tocaba el piano, cantaba muy bien, tallaba y esculpía pasablemente.
- A mí me enseñó a hacer figuras con papier maché que me vienen de miedo con mis hijos ahora. Y nos contaba historias. Las que más me gustaban eran las de cuando ella era niña en Galicia y las de la guerra.
Y tanto. La República y la guerra habían cogido a mi madre en sus diecitantos y veintipocos años, en el bachillerato y la Universidad. Le gustaba mucho recordar aquellos tiempos que había vivido muy intensamente. Hija de una familia rica, casada dentro de su clase social con un catedrático de biología, el vendaval de la República se llevó por delante su matrimonio y sus últimos reparos de clase: siempre había sido de izquierda pero con la guerra se radicalizó, se divorció y se junto con quien sería mi padre, un comisario del 5º Regimiento. En alguna ocasión me dijo que aquellos habían sido los años más felices de su vida.
- Pero también nos contaba historias que se inventaba. De piratas, de descubridores de tesoros, de leyendas medievales.
Todo eso lo sabía yo muy bien. Como era una mujer muy culta, tenía un gran repertorio y me constaba que disfrutó mucho refrescándolo con sus nietos.
- Se sabía las novelas de Zane Grey.
- Pero las que más le gustaron siempre fueron las de Fenimore Cooper, por quien tenía veneración, heredada de su abuelo, vuestro tatarabuelo, a quien ella quería mucho y las del más moderno Jack London.
Para mí Colmillo blanco fue siempre tan familiar como el Pato Donald. y me sabía de memoria la historia de El último mohicano, casi a la par con Los hijos del capitán Grant, de Verne que también era una pasión suya de cuando niña. Nos quedamos los dos en silencio un instante, probablemente reviviendo nuestros respectivos recuerdos, entre los que hay un décalage de treinta y tantos años. Esteban suspira y añade:
- Pero de todo lo que aprendí de ella lo que siempre tendré presente será su sentido de la integridad y la rectitud moral. ¿Sabes? Siempre pensé que tenía algo de puritana, lo que era curioso pues, al tratarse de una persona de opiniones tan avanzadas, quebraba ese prejuicio habitual de que quien rompe con los cánones morales tradicionales tiene una moral, digamos laxa. Y no era el caso; no era el caso en absoluto.
Por fin regresa Beatriz, se acomoda en otro sillón, se me queda mirando unos segundos y dice:
- ¿Qué pasó entonces?
- ¡Ah, sí! Pues que lo primero que me dijeron al ingresar en el PC allá por los años sesenta fue la historia esa de mi madre, figúrate tú.
- Pero lo que no entiendo... ¿Y tú seguiste en ese partido de mierda?
- Ya sé que es difícil de entender con la mentalidad de ahora. Fue mi madre la que me animó a ingresar y, cuando hablé con ella sobre el infundio me dijo que lo sabía y que no hiciera caso, que eran viejas historias, murmuraciones de gentuza; jamás creyó que fueran otra cosa. Lo que no quiere decir que no la afectaran y mucho. Precisamente por esa fibra moral de la que hablas, Esteban, que era muy fuerte en ella. Pero, al mismo tiempo creía que la militancia comunista estaba por encima de esas cosas.
- Pero -pregunta Esteban retóricamente porque sabe la respuesta- tu madre no era comunista, ¿verdad?
- No; eso es lo gracioso. Se había casado con un comunista, mi padre, pero ella no lo era. Como buena intelectual influida por el existencialismo y la obra de Sartre, que había devorado y al que seguía, estaba convencida de la superioridad moral de los comunistas y de que los burgueses, en cierto modo, no estaban a su altura, debían apoyarlos en todo porque eran la vanguardia, etc, etc, pero no militar directamente porque tenían, por así decirlo, vicios de clase y darían mal resultado. El proletariado era el futuro; la burguesía, el pasado. Los burgueses podemos ayudar al advenimiento del futuro pero estamos irremisiblemente condenados al pasado. Ella modelaba su comportamiento sobre el ejemplo de Simone de Beauvoir, a quien llamaba "doña Simona". Teníais que escuchar cómo hablaba de los obreros en su círculo de amistades, todos intelectuales como ella. Los obreros tenían la conciencia de clase, una especie de sabiduría infusa que les hacía ver con claridad en los más intrincados problemas sociales y políticos donde los burgueses se perdían sin remedio en sus prejuicios de clase.
- Y sin embargo fueron esos obreros los que la hicieron objeto de ese infundio.
- No sabes hasta qué punto aciertas. Uno de ellos, un imbécil a quien llamaban "el albañil" porque lo era y que fue el que años después se lo trasmitió al tal Lizcano que lo reprodujo en su libro sin contrastar nada.
- Pero ¿por qué? -pregunta Beatriz.
- En aquellos años la clandestinidad era muy dura, las caídas constantes y la confusión, en buena medida propagada por los agentes franquistas, grande. Mi madre era una mujer muy guapa. Cuando vosotros la conocísteis ya era mayor...
- Aun así, era muy guapa -dice Beatriz-, menuda planta tenía. Mucho mejor que sus hijos y nietos, desde luego.
- Bueno, yo he salido a mi padre, que tampoco era feo... En fin, una mujer guapa, de izquierda, intelectual, emancipada... blanco evidente para las insidias de la policía franquista. Si había una caída de militantes era más destructivo de la moral comunista decir que una mujer tenía un lío con un policía que reconocer que alguien a quien habían inflado a hostias había cantado. Ya se sabía: para la mentalidad de la época, las comunistas y compañeras de viaje, todas putas, sobre todo si eran guapas y cultas. Y no hace falta que os diga que esa mentalidad la compartían los comunistas.
- ¿Qué quieres decir?- vuelve a preguntar Beatriz, - ¿cómo...?
- Muy sencillo: que los comunistas españoles eran comunistas pero, más que nada, españoles y su idea de las mujeres era más coincidente con la de los policías franquistas que con la tuya, por ejemplo. Alguno de ellos que a lo mejor pensó que tenía alguna posibilidad con mi madre. viéndose rechazado, se encalabrinó y dio pábulo al infundio de la policía. Las calumnias se fabrican así. El albañil ese, sin ir más lejos...
- ¿Estás seguro?
- Me lo dijo ella...y, además, cuando mi padre se fue al exilio y nosotros nos quedamos aquí, en alguna ocasión lo vi yo mismo. Muy de izquierdas, muy comunistas pero si una mujer sola, guapa y avanzada no cae rendida ante los avances de cualquier mastuerzo, es una puta o una confidente de la policía.
Se quedan ambos en silencio, como meditando lo que acabo de decir. Y yo también. Porque es cierto. Y lo es todavía hoy. La izquierda gusta decir que el machismo es de la derecha pero yo lo he visto tanto en la izquierda como en la derecha y no sabría decir en dónde es más odioso. Para mí el de la izquierda pero es posible que no sea imparcial por haber tenido que sufrirlo en carne propia.
- Y, a pesar de todo eso, ¿ella siguió creyendo en el Partido Comunista?
- Sí; es magnífico, ¿verdad? Ya os dicho que hay que ponerse en la mentalidad de la izquierda de la época. Mis padres habían hecho la guerra, habían estado en campos en Francia, volvieron en 1943, se incorporaron a la lucha clandestina, estuvieron en la cárcel. Para mi padre el Partido Comunista era todo en la vida y para mi madre casi otro tanto puesto que lo era para mi padre. Si "el Partido" actuaba en contra de ellos -como lo hizo, dando pábulo al infundio- eso sólo podía ser un error que se corregiría cuando se supiera la verdad. A los dos les costó mucho librarse de aquella especie de hipnosis, de embrujo que ejercía el PC.
- ¿Y a ti?
- Mucho menos. Muchísimo menos porque, aunque mi madre me dijo que no me dejara influir por aquella historia, que el PC era el único partido revolucionario y antifranquista de verdad y aunque mis camaradas en el PC se esforzaban en hacerme la vida placentera, a mí repateaba lel asunto, así que duré un mes más y me fui. En total, tuve una militancia de tres meses.
- ¡Pero fue para hacerte "pro-chino"! -exclama Esteban.- Que eso sí que debía de molar entonces. ¡Pro chino!
- Bueno, ahí estuve un mes. Luego, se acabó. No volví a militar en partido alguno. Fui preso político en el franquismo pero no por organización ilegal sino por propaganda y manifestación.
- No me extraña -dice Beatriz- con esa experiencia que tuviste...
- ¿Verdad? Y casi milagroso que todos seguimos siendo de izquierda en la familia.
- Sobre eso habría mucho que hablar. -Dice Esteban- Porque yo no tengo nada claro que los comunistas sean de izquierda.
- De acuerdo, Esteban, yo tampoco. Pero ese es otro asunto que ahora hace poco al caso. Los contabilizan en la izquierda. Ahí los dejamos por ahora. Lo que yo quiero es haceros ver la ironía de que, con esta historia, con una familia que ha pasado toda ella por las cárceles de Franco, salga un pobre imbécil que no sabe ni de lo que habla, cincuenta o sesenta años después repitiendo aquella patraña. Y, por supuesto, tiene la importancia que tiene. Ahora véis por qué no me tomo muy en serio esta bazofia.
Vuelve a hacerse el silencio, tengo la impresión de que me quedaría toda la noche contando historias del pasado, síndrome del abuelete, pero es casi la una de la madrugada y supongo que Beatriz tendrá que madrugar, así que me levanto para despedirme.
- Me gustaría que en otro momento en que tengamos más tiempo nos cuentes más cosas.
- ¿De este asunto?
- No, no necesariamente -dice Beatriz-, en general, de tu madre. Era una mujer extraordinaria. Por eso, toda esa basura...
- Le resbala, Beatriz, le resbala. Cualquiera que la haya conocido sabe hasta dónde puede llegar la mierda y a ella no le alcanza. Pero sí, cuando queráis volvemos a hablar de ella. Es uno de mis temas preferidos de conversación... y de monólogo.
Me acompañan a la puerta. En el descansillo, Beatriz me planta dos besos y me dice:
- Para ti fue muy importante, ¿verdad?
- Esencial, Bea. Le debo todo.
(Continuará)
(La imagen es una viñeta de Aubrey Beardsley, 1894).