M. Rajoy se va como llegó, contando mentiras. Ni un punto de autocrítica. El PP lo ha hecho todo muy bien pero, al final, la trama contra el PP que él denunció en su día, ayudada por los radicales y la antiespaña, se ha impuesto. Su resumen era profundo y sentido. La decisión de marcharse era "lo mejor para mí, para el PP y ara España" peligrosamente cerca de algún confuso balbuceo de "lo mejor para mi, beneficio político, el suyo".
En el lado de los ganadores, una curiosa trifulca. Todos se arrogan el mérito y, desde luego, todos lo tienen. Pero decisivos han sido los votos de los indepes catalanes y los nacionalistas vascos. Quizá quepa incluir a estos en esa magmática "presión popular" que, según los de Podemos, ha hecho ganar la moción, pero no es convincente. A M. Rajoy y secuaces los han echado en primer lugar ellos mismos; en segundo, los indepes y nacionalistas; y solo en tercero los del "sí se puede".
Ha sido esfumarse el presidente de la Gürtel y ya ha comenzado la batalla interna en el PP en donde se escuchan propuestas sublimes. García Margallo especula con una unidad de acción re-popular entre el PP y C's, una derecha reunida. Y quizá acaudillada por el inevitable Aznar, con su avinagrado mal gesto, ademán que él reputa de estadista. Tendría gracia que saliera elegido líder de la derecha. En las elecciones podría proponer como candidatos a sus exministros hoy en la cárcel. Si los independentistas se empeñan en que los suyos son presos políticos, se hace políticos a otros presos. Café para todos.
Y luego está el que se ha ceñido la corona, Sánchez, que más parece emperador que Rey. En el asunto de mayor trascendencia de la política española, Catalunya, el nuevo gobierno trae una actitud más agresiva y beligerante que el anterior. Mantiene la base compartida por ambos al comienzo: intervención de la Generalitat, control estricto de legalidad, mantenimiento de los presos políticos y diseminados y afirmación de la vía represiva policial y judicial así como judicialización del proceso. A ello se añade el nombramiento de Borrell como una declaración de beligerancia total.
Sánchez no piensa negociar nada con el Le Pen catalán y no trae propuesta alguna de solución política del conflicto como él mismo exigía no hace mucho a Rajoy. Las confusas promesas federalistas basadas en una quimérica reforma de la Constitución tienen hoy un valor nominal inferior al de salida que ya era de cero. La alternativa es la perpetuación de un conflicto cuyo efecto en Europa no dependerá de los relatos de Borrell sino de lo que su gobierno haga en Catalunya, enfrentado a una demanda sostenida por un amplio movimiento de resistencia y desobediencia civil.
Torra pedía hace poco a Sánchez que explicitara cuál es su proyecto para Catalunya. No lo tiene. Solo tiene un discurso ideológico desquiciadamente antiindependentista, dando por bueno el enfoque represivo que ha heredado del PP.
De esta forma, aun reconociendo que un Borrell puede hacer mejor propaganda de España que la idea de comprar panegíricos a 12.000 euros la pieza, lo cierto es que el gobierno parece decidido a disipar las últimas dudas que quedaban en Europa acerca del conflicto España/Cayalunya, de si era una cuestión de la derecha monárquica o más bien una del Estado español en su estructura misma.
Y ese será el momento de la mediación exterior, eso que saca de quicio a los patriotas de cuentas en Suiza y a sus aliados del patriotismo nacional-popular. Y, sin embargo, no hay otra salida desde el momento en que quien habría de proponerla carece de ella.