dijous, 31 de maig del 2018

Dos países

Mi artículo de ayer en elMón.cat, titulado Què fer?. ¿Qué hacer? Habrá quien me acuse de chupar rueda de Lenin y su ¿Qué hacer?, de 1902. Pero Lenin hacía lo propio con la novela de Chernichevsky, ¿Qué hacer?, de 1863. De si la conocía Lenin da fe el hecho de que la había leído cinco veces. En fin, los títulos son copyleft. 

El ¿Qué hacer? aquí considerado se refiere a la disyuntiva bien visible en el independentismo entre integrar parte de su acción en el sistema político español (votar mociones de censura, participar en elecciones, etc) y abandonar el territorio español (abstenerse de participar) y concentrarse en Catalunya. Decidida partidaria de la ruptura, la CUP, que no tiene representanción en las Cortes. Partidaria de la integración (transitoriamente), ERC. En una posición intermedia, aunque con tendencia a la ruptura, el PDeCat. 

Ese es el tema. Aquí, la versión castellana.


¿Qué hacer?                                                    
                                                                                               
Esta es siempre la cuestión, que se plantea cuando hay disyuntivas. ¿Qué hacer entre dos opciones?

Salga como salga la moción de censura, todo el aparato político institucional español pone proa a elecciones anticipadas. Si gana Rajoy no será desde luego por sus méritos y le espera un resto de legislatura infernal, abrasado por las sucesivas sentencias de la Gürtel y en soledad parlamentaria absoluta, lo que lo llevará a elecciones. Si gana Sánchez con un aliado incómodo y un parlamento hostil, se verá igualmente obligado a convocar elecciones sobre todo teniendo en cuenta la desconfianza con que su partido mira la alianza de gobierno y los contactos con los independentistas.

Elecciones en todo caso. En el reino de España. Aquí se plantea la cuestión ¿qué hacer? ¿Participar o no participar en ellas? Asunto peliagudo porque hay razones cruzadas y de distinta índole. Las hay de cálculo, materiales, de eficacia y las hay de valor simbólico, de pronunciamiento, de desobediencia.  Participar es aceptar la legalidad española; no participar, permitir más anticatalanismo en las Cortes españolas.

La República tiene su propio calendario que, es de suponer, podrá ir aplicándose ordenadamente a medida que el Estado levante sus prohibiciones y las instituciones catalanas puedan funcionar. Pero, según como vayan las cosas, parte de ese calendario son unas posibles elecciones anticipadas. Como en España, pero en Catalunya. Es una cuestión de tiempos. La ironía de la situación es que el impacto de unas elecciones catalanas en España es ahora superior al de unas elecciones españolas en Catalunya.  Hace un par de años algo así era impensable.

Una decisión independentista de abstenerse en las elecciones generales españolas viene amparada en la idea de que son cosa de otro país. Al margen de la decisión que los indepes adopten en este asunto, el ánimo con que se plantea es el mismo: se trata de otro país y los asuntos que le conciernen son de otro país. Tómese el despliegue de los medios de comunicación en España y Catalunya. Todo el mundo sabe (incluidos organismos internacionales) que el sistema mediático catalán es mucho más plural que el español, sometido a la censura. La consecuencia obvia es que los catalanes están mucho mejor informados que los españoles no ya solo sobre Catalunya sino sobre España también. No existiendo pluralismo mediático español en lo relativo a Catalunya, lo que las audiencias reciben es la fábula del gobierno, elaborada por sus publicistas y escribas orgánicos y difundida obedientemente por los medios.

La cuestión es si merece la pena tomarse en serio esa fábula, perder el tiempo con las campañas mediáticas de corte negativista acusando a los independentistas de nazis, racistas, excluyentes, identitarios, xenófobos, supremacistas, etc. Quizá sea más práctico concentrarse en la defensa frente a los actos de agresión callejera de las bandas fascistas relacionadas con las cloacas del Estado, encendidas con los discursos de los ideólogos del régimen y sus organizaciones criminales más o menos fundidas con los partidos ultras.

Tómese esa ridícula acusación de supremacistas a los independentistas catalanes que Pedro Sánchez anda repitiendo por doquier sin saber lo que dice o la de “nazis” de Alfonso Guerra que sí sabe muy bien que miente como un bellaco.  Andan los del bloque del 155 y sus siervos en la prensa muy afanados buscando pruebas fehacientes de ese supremacismo y racismo. Unas declaraciones antañonas de Pujol, alguna referencia de Mas, los artículos y tuits de Torra, alguno de Puigdemont. Y con estos mimbres descontextualizados y/o directamente falseados, pretende construir una imagen del independentismo que permita oponerse a él no por razón de un colonialismo autoritario y retardatario, sino de la lucha por la libertad de los pueblos.  Cuando la derecha convierte un movimiento democrático y pacífico de millones por la libertad en una conjura de unos políticos supremacistas hace el mismo ridículo que cuando la izquierda lo atribuye a una confabulación de la burguesía corrupta.

Realmente, no merece la pena. Es en verdad otro país, tanto en la derecha como en la izquierda. Toda la virulencia y demagogia de los propagandistas del 155 solo prueba el desconcierto del bloque unionista, incapaz de articular una defensa de su concepción de España frente a la iniciativa independentista.  Las acusaciones de racismo y supremacismo quieren dar a entender que la República Catalana nace en un clima antidemocrático mientras que España sería al contrario un Estado democrático de derecho. La realidad es justamente la contraria: el independentismo catalán es un movimiento democrático que aboca a una Estado de derecho mientras que España es una dictadura de hecho en una situación de excepción y en la que, como en todas las dictaduras, hay presos, exiliados y represaliados políticos. Y presas, exiliadas y represaliadas políticas.