Buena idea de Caixaforum en Madrid en esta exposición centrada en la influencia de la pintura en el cine desde el nacimiento de este. Gran abundancia de material gráfico (cuadros, grabados, dibujos, bocetos, modelos, fotografías, decorados, fragmentos de películas, muchas de ellas célebres) y escrito (libros, folletos, artículos, ensayos, poemas). Casi todo procede de la Cinemateca de París, pero también de otras partes. Esta abundancia de material obliga a una visita pausada y, como, además, por las noches, hay unas actividades de complemento, la exposición, sin duda, será un verdadero curso. Y, con todo, es obvio que, sin demérito alguno de la muestra, excelentemente comisariada, su objeto desborda los medios de forma abrumadora. Ella misma lo reconoce al hablar de "120 años", pero mostrar solo algo más de 70, dejando los siguientes 40, muy sensatamente, para cuando el paso del tiempo permita alguna perspectiva; o sea, otros 40 años. Pero no importa, es un comienzo feliz y la visita a la muestra una gran experiencia.
Que las artes no están aisladas se ve en su propia historia. Hasta la estatuística griega tiene que ver con la arquitectura, la pintura, el teatro, la música clásicas. La experiencia estética es un horno en el que se funden medios muy distintos sin ninguna pauta que no sea la genialidad. La exposición se centra en pintura-cine, pero no puede cerrar las puertas a las otras formas. Ni lo pretende. Y por ahí se cuelan historias. Cuando el cine aparece (momento glorioso de la entrada del tren en la estación, de los hermanos Lumière), la pintura es un arte consagrada, longeva, tan respetable que se permite el lujo de tener vanguardias. El cine, en cambio, está dando su primer vagido. Pero, a su vez, tiene un interesante origen en la búsqueda de la fotografía del (y en) movimiento. La fotografía, mirada con desdén por los pintores de mediados del XIX, quería mostrar su superioridad artística captando algo que la pintura jamás alcanzaría: el movimiento. Por eso, con mucho tino, la exposición se abre con unos célebres fotogramas de Eadweard Muybridge que, hacia 1870, mediante mucho ingenio, consiguió fotografiar el movimiento por secuencias de segundos, como modo de confirmar el previo logro del galope de un caballo por Etienne-Louis Marey, de quien también hay fotos. Ahí empezaría el cine y la venganza de la fotografía. Todo el mundo sabe que Edgard Degas las tuvo muy presentes a lo largo de su vida en sus cuadros de bailarinas y caballos de carreras, dos de los motivos que más trabajó Muybridge. Por supuesto, sin Muybridge quizá no hubiera habido vorticismo, ni disfrutaríamos los cuadros de Boccioni con figuras humanas bajando la escaleras y obligándonos a seguirlas con la mirada o el divertido trote de un perro de aguas de paseo con su ama.
Las mutuas influencias entre pintura y cine son incontables y a ellas se añade la música que, por cierto, se manifiesta antes que el cine sonoro porque solía interpretarse in situ, en unos casos con más acierto que en otros. De forma que, ya al comienzo, uno abandona el criterio cronológico racional de la muestra y se entrega a la contemplación de lo que más le atrae, con el goce de verlo todo junto. Y, desde luego, de aprender muchas cosas.
Las vanguardias pictóricas y el cine van de la mano y el surrealismo se lleva una buena tajada, con Un perro andaluz y La edad de oro, diseños de Max Ernst, readymades y la entronización absoluta, cuando Hitchcock encarga los decorados de la pesadilla de Peck en Spelbound (Recuerda en castellano) a Dalí. La historia, sin embargo, iba de psiquiatría y psicoanálisis, dando un formato científico que descansaba, más que nada, en las gafas que el maestro del suspense había encasquetado a Ingrid Bergman. Cosa lógica por cuanto el surrealismo, vinculado en lo colectivo al comunismo, en lo personal y privado lo está al psicoanálisis. Prepárense para ver alguna curiosa interpretación fotográfica de un cuadro de Magritte.
El impresionismo, que ya se practicaba en las variaciones de luz de las fotos, se hace patente en el cine. Incluso, me atrevería a decir que por vía de herencia familiar. Las películas de Jean Renoir no pueden negar que su director, hijo de Pierre-Auguste Renoir, nació y creció con esa visión por impresión. Y, por supuesto, expresión. Todo el expresionismo alemán se volcó en el cine. Por ahí anda María "liberando" a las masas oprimidas en Metrópolis de Fritz Lang y el loco maniático Dr. Caligari exhibiendo el sonámbulo Césare, que todo lo sabe, que conoce el pasado y adivina el porvenir, de Robert Wiener. En decorados que salen de Munch o Kirchner o la gente de Die Brücke o de Grosz Eso de poner nombres italianos a los malvados es una vieja costumbre del goticismo alemán. Es curioso ver a Conrad Veidt (Césare) de joven y recordarlo luego, años más tarde, como el espía alemán casado con Gilda.
El cine y la revolución bolchevique, con esa locura de constructivismo, futurismo y hasta suprematismo que es el Acorazado Potemkin cuyo director (Eisenstein) firma su última obra y la deja incompleta, Iván el terrible, cuya banda sonora era de Prokofiev. Lo cual nos lleva a los años 40 y 50, aunque antes aconsejo parada ante un fragmento glorioso de Cero en conducta, de Jean Vigo (1933) que está en la base de la "Nueva ola" francesa de los 60. Los 400 golpes es su heredera directa. Los 60 y los 70 están literalmente monopolizados por el cine de Goddard. Con mucha razón. Se queda uno prendado de los fragmentos de sus dos obras más conocidas, A bout de souffle y Pierrot le fou, totalmente destructivas, ambas terminadas en muerte, en un caso a manos de la ley, en el otro por la propia mano.
Parece como si en aquellos años la concomitancia cine-pintura se hubiera debilitado. Pero eso solo si miramos el cine. Si vamos a la pintura, en estado de rebeldía al figurativismo y cada vez más abstracta, pareciera roto, salvo en los casos marginales de cine experimental o documental. Pero hay otra pintura que acusa el impacto del cine. De hecho, el Op-art y el Pop-art salen de ahí y ya no hablemos del hiperrealismo o de la pintura de Lichtenstein o la de Warhol.
Una magnífica exposición que no solo se contempla, sino que se vive.