Es una convicción generalizada a la vista del estado de la administación de justicia, su principal soporte. La gente normal, la ciudadanía no comprende episodios que pueden tener muy sólidos fundamentos pero resultan escandalosos. Nadie entiende que una tuitera sea condenada a años de cárcel por hacer chistes sobre Carrero Blanco y los fascistas puedan realizar actos públicos de exaltación de sus modales impunemente. Que los rateros, los autores de hurtos de menor cuantía, los falsificadores de moneda, las bandas de robacoches sean perseguidas, juzgadas y condenadas con celeridad y los presuntos autores de grandes estafas, apropiaciones indebidas millonarias, anden en libertad con procesos que se eternizan y, al final, quedan en casi nada, como ha sucedido con el caso Urdangarin.
Eso es lo que la gente ve, lo que escandaliza y no se entiende, hasta que salen a la luz las maniobras del PP para poner a su servicio el poder judicial y obstruir cuanto pueda la acción de la justicia. Entonces se atan cabos y se va viendo cómo este desastroso estado de cosas no se debe a motivos misteriosos, incomprensibles, genéticos o telúricos sino que se debe al deliberado propósito del partido del gobierno por interferir en la acción de la justicia en su favor, para eludirla en todos los momentos del proceso: impedir que se descubran sus delitos, que son ya numerosos y pinta tienen de ser muchos más; si se descubren, que no se investiguen; si se investigan, que no se juzguen; si se juzgan, que sea por jueces de su orientación política; si es por otros, que los expulsen de la carrera judicial; si son condenados, que los indulten cuanto antes.
Es política de partido: el intento de quedar impune de sus infinitas fechorías, si es necesario, a costa de acabar con la independencia del poder judicial y, por ende, con el prestigio y el respeto de que debiera estar rodeada la administración de justicia. Con esa clave presente, todas las medidas que el gobierno de Rajoy ha tomado (o dejado de tomar) cobran un sentido nuevo porque encajan en el propósito aludido de destruir el Estado de derecho.
Cabe recordar el episodio de los dos jueces afines al PP, Enrique López, quien hubo de dimitir del Constitucional por conducir beodo, y Concepción Espejel, agradecida amiga de Dolores de Cospedal. Ambos empeñados en conocer de causas de la Gürtel y a los que fue necesario recusar porque no se inhibían. Lo mismo que las reformas de Gallardón, de cuando era ministro de Justicia, en especial las tasas judiciales, que trataban de excluir del recurso al juez a la gente con pocos recursos, o sea, casi todo el mundo, el mismo Gallardón que puede ahora acabar investigado por su gestión como alcalde. Y, por supuesto, las reformas propuestas por el inefable ministro Catalá, desde trasladar la instrucción de los jueces a los fiscales hasta aplicar una forma de "ley Berlusconi", reduciendo drásticamente el plazo de instrucción, con lo que numerosos crímenes quedarán impunes.
Todo eso prueba que hay una voluntad política evidente del gobierno de manipular la justicia para impedir que esta acabe haciendo pedazos el partido, imputado en un par de casos. En realidad hay una posible y altamente condenable connivencia entre los políticos, los gobernantes y los presuntos delincuentes, como si fueran gentes de la misma casa y, en buena parte lo son. Algún miembro del gobierno avisó a González de que estaba siendo vigilado. Y el ministro de Justicia actual envía un whatsap al mismo hombre en el que le desea que se le aclaren "los líos", un deseo que tiene la dimensión moral del SMS de Rajoy instando al presunto delincuente Bárcenas a ser fuerte.
Faltaba esta trifulca vergonzosa de los fiscales. La fiscalía es el órgano público encargado de velar por los intereses colectivos y, allí en donde la justicia funciona y los gobernantes son honrados, es una pieza esencial del Estado de derecho. Pero también es el caballo de Troya del poder político en la administración de justicia y lo que estos fiscales -el general y el Anticorrupción- parecen demostrar es que sirven con mayor celo los intereses de los gobernantes que los públicos y que están literalmente al servicio del poder, con el fin de desactivar el efecto de la corrupción del PP.
En la justicia no hay términos medios: lo que no es justicia, es injusticia. Ahora díganme ustedes con qué ánimo pueden escucharse las habituales sinsorgadas del presidente de los sobresueldos sobre la independencia de la justicia o contemplar la acción de magistrados, jueces y fiscales que no están por encima de toda sospecha.
Pensando en cómo puede terminar este desbarajuste, se me vienen a la memoria los increíbles planos finales de Zabriskie Point, la película de Antonioni, con la música de Pink Floyd.