dimecres, 15 de març del 2017

Proceso al proceso

El proceso penal contra Mas, Rigau y Ortega es un proceso político disfrazado de judicial. Lo niegan sus defensores, asegurando que se condena a los tres exmiembros del Govern por desobediencia a una prohibición del Tribunal Constitucional (TC). Pero dicha prohibición tenía un innegable carácter político en referencia a la realización de la consulta del 9N promovida por los independentistas ante la negativa del gobierno español a permitir la realización de un referéndum. Es un proceso al independentismo, como lo demuestra asimismo que no es, ni será, el único. Detrás vienen los del diputado Françesc Homs y el muy simbólico de Carme Forcadell, presidenta del Parlamento catalán. Y detrás, los que se incoarán indefectiblemente a sus sucesores en los cargos si estos son inhabilitados. De todo ello se trata en mi artículo de hoy en elMón.cat, titulado Contra la indepèndencia, sentència y cuya versión castellana transcribo aquí:

CONTRA LA INDEPENDENCIA, SENTENCIA.

El debate es si el proceso de Mas, Ortega y Rigau es o no un juicio político. De un lado se señala que los tres han sido condenados por posibilitar la votación del 9N. De otro, que la condena ha sido por desobedecer al Tribunal Constitucional (TC). Un asunto puramente retórico porque la supuesta desobediencia lo fue a una decisión del TC de prohibir el 9N. Luego, sí ha sido condena por permitir la votación y en un procedimiento penal al que se opuso la fiscalía catalana. Fue la Fiscalía General del Estado la que obligó a actuar a la fiscalía catalana por impulso directo del gobierno que es quien, en definitiva, ha determinado el fallo por razones políticas aunque, con la habitual estrategia de Rajoy de tirar la piedra y esconder la mano.

Una estrategia cuyo principio general, ya visible hace unos años, era utilizar a los tribunales en contra del independentismo catalán o, dicho de otro modo, sustituir a los militares –siempre ultima ratio del nacionalismo español- por los jueces. La apoyaba en sagrada “unión nacional” la otra ala del nacionalismo español, el PSOE de Rubalcaba, principal muñidor de la Ley de Seguridad Nacional, básicamente dirigida en contra de Cataluña. El problema de este criterio es que se abre a la obvia crítica de que el gobierno español está construyendo de nuevo una jurisdicción para perseguir sedicentes delitos de opinión. Juicios políticos, como siempre. En realidad no ha dejado de hacerlo. En muchos aspectos, la Audiencia Nacional es una jurisdicción especial que procede del espíritu del Tribunal de Orden Público de Franco.

El gobierno de Rajoy siguió en esa línea en su primer mandato. Con su mayoría absoluta impuso el trágala de una reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional por la que se legalizan competencias ultra vires para este, permitiéndole ejecutar sus sentencias, con lo cual ya no necesitará la intervención de otro órgano para encausar la desobediencia y podrá hacerlo él directamente. Una comisión asesora del Consejo de Europa emitió hace dos días una opinión que alertaba del peligro de la reforma porque, a su entender, otorga funciones ejecutivas al TC y desnaturaliza su función como órgano neutral. Un juicio que los españoles trataron de rebajar mediante sus habituales presiones entre bastidores y que ya era benévolo en exceso porque partía de la ingenua europea creencia de que en efecto, el TC español es algo parecido a un tribunal de justicia cuando no es más que un órgano político a disposición de los dos partidos dinásticos que se reparten los cargos entre sí y que está presidido por un militante acérrimo del partido del gobierno. Un órgano que es juez y parte descaradamente. Este es un dato que, en lo referente al nacionalismo catalán, afecta a toda la judicatura española pero que resulta escandaloso en el caso del TC.

Así las cosas no es solo que la sentencia del TSJC sea una sentencia política. Es que lo es toda la batería de medidas judiciales previstas por el gobierno en su confrontación con el independentismo catalán. Una justicia política que no puede ser justicia y no es sino una actividad de represión política disfrazada de actividad judicial, como se verá próximamente con las decisiones pendientes en los casos de Françesc Homs y Carme Forcadell, sin duda el proceso más peligroso debido al alto nivel simbólico del cargo de la presidenta de Parlamento catalán. Hay pocas dudas de que en esta inepta deriva autoritaria del PP por la vía judicial se darán las consecuencias que prevé la Comisión del Consejo de Europa: será necesario seguir inhabilitando cargos públicos en Cataluña, en una dinámica absurda cuyo único final previsible será el recurso a la legislación de excepción. El gobierno trata de evitarla, pero es evidente que a ella lo aboca su propia ceguera. Y las consecuencias son imprevisibles, sobre todo a la vista de la creciente preocupación europea por el modo en que evolucionan los acontecimientos en España.

Frente a ello, la supervivencia del proyecto independentista depende más que nunca de su unidad de acción. Hasta ahora se ha preservado. Carme Forcadell, próxima procesada, apoya a los condenados a quienes ella misma instó en el pasado a “poner las urnas”. El presidente Puigdemont ha dicho que la condena será invalidada por el voto en el referéndum que se realizará en la fecha prevista. ERC, guarda prudente silencio, pero mantiene la unidad de acción y lo mismo hace la CUP que, por cierto, podía reflexionar sobre la ironía contrafáctica de que, si no hubiese impedido el nombramiento de Mas, ahora el nacionalismo español se habría visto obligado a proceder penalmente contra un presidente.

La sentencia del TSJC es obviamente una sentencia política (lo cual explica su extrema “benevolencia” y el hecho de que se ignore el posible delito de prevaricación) como lo es el conjunto de la estrategia política represiva disfrazada de judicial del gobierno. Su finalidad es obvia: aprovechando la utilización mediática exasperada de la corrupción de los casos Palau y afines (por supuesto, juzgados con criterios muy distintos a los que se aplica a la corrupción de la derecha española) se trata de dividir el bloque independentista y enfrentar entre sí a sus integrantes. Su método también: calibrar la respuesta de la sociedad catalana.

Todo el proyecto independentista se encuentra en la encrucijada. Si la unidad se mantiene y el apoyo social también, la sentencia del TSJC puede ser la señal de salida al último tramo hacia la independencia de Cataluña.