Una vez más, el Tribunal Constitucional ha cumplido los deseos del gobierno y ha tomado una decisión en menos de veinticuatro horas. Pero astutamente no ha respondido a todos los requerimientos del ejecutivo. Ha suspendido, sí, la decisión del Parlamento catalán que precisamente se había adoptado en claro incumplimiento de una prohibición previa del alto órgano del Estado, pero no se ha dirigido a la presidenta Forcadell, como se le solicitaba. Suspender un acto que en sí mismo es nulo, según decisión previa de la autoridad suspensiva, suscita cierta perplejidad. Pero nada más. El resto de circunstancias que rodean estos hechos suscita más bien indignación y desconsuelo a partes iguales.
De aquí a septiembre tiene la presidenta Forcadell para informar sobre el procedimiento seguido y, es de suponer, para alegar lo que desee. De aquí a septiembre también podemos encontrarnos en la tercera campaña electoral y con un grado de enconamiento del conflicto catalán sin par hasta la fecha. Ahí es donde el tribunal tendrá que actuar por la vía de la inhabilitación y/o imposición de una multa a Forcadell. Y con un gobierno en funciones cada vez más claramente interesado en fomentar una situación de inestabilidad y zozobra en beneficio propio y teniendo un concepto muy amplio de "beneficio".
La voluntad de los indepes catalanes es manifiesta. Lo dice Puigdemont: obedecer, sí, pero al Parlamento de Cataluña, no al Tribunal que suspende sus decisiones y se arroga la competencia de fiscalizar sus actos en el momento en que se ponen en marcha. Vistas así las cosas, la cuestión es saber si con su actuación el Tribunal más que suspender el proceso independentista no está acelerándolo.