Felipe González publica hoy un artículo en El País titulado El espacio de las reformas. Es una pieza moderada, mesurada, genérica, un poco au dessus de la mêlée, con ese aire de estadista reposado y apacible que le ha gustado adoptar siempre y que, en buena medida, aún conserva, a pesar de algunas vicisitudes recientes y no tan recientes que no lo dejan en muy buen lugar. Continúa gozando de gran autoridad entre los suyos y también entre mucha otra gente. No, por supuesto, entre quienes sufren arrebatos de licantropía cuando oyen su nombre y empiezan a ladrar ¡Mr X!, ¡GAL!, ¡cal viva! Pero esas no son personas ecuánimes y entre ellas se encuentran muchas movidas por una mezcla de odio irracional y envidia. Reacciones muy frecuentes en nuestro país y que, sobre todo, afectan a aquellos que han tenido una ejecutoria brillante y han hecho algo por la colectividad. Son gentes que encuentran esto perfectamente imperdonable y arremeten no solo contra González sino contra todos los que quieran reconocer en él algún tipo de valor, por mínimo que sea. Muy español.
Pues señor, es el caso que, en su artículo, por otro lado no muy bien escrito, con evidentes descuidos e insoportables anglicismos, González quiere huir de la imagen de hombre de partido a base de hablar por alusiones, sin especificar ni concretar nada. Pero ello no evita que, a pesar de sus intenciones, su artículo sea de partido y esté pensado para apoyar al PSOE en estas próximas elecciones. En lo esencial porque es un artículo con un discurso de centro, que es en donde el PSOE está tratando de situarse: un centro con una leve deriva izquierdista, esto es, la imagen tópica del votante mediano español, que suele situarse en un 4,5 en la escala de autoubicación ideológica siendo el 0 la izquierda más absoluta.
Argumenta González la necesidad de ese centro fabricando lo que los especialistas (y, probablemente él también) llaman con total impropiedad un maniqueo, esto es, dos opciones extremas (que, en el fondo, se intercambian favores) y enfrentadas que, de imponerse, causan males sin cuento. Es el aquilatado discurso del centro o del justo medio aristotélico que goza de gran veneración entre todos los pensadores y teóricos conservadores a la par que liberales desde los tiempos del estagirita. En verdad, sin embargo, ese centro hipotético no ha existido nunca ni existe hoy como ubicación objetiva, impersonal, con la que las gentes puedan coincidir sino que es un lugar imaginario inventado por el que se atribuye el conocimiento para saber cuándo y cómo los demás incurren en uno de esos nefandos extremismos. Era un privilegio cognitivo que se atribuía Stalin, quien detectaba "desviaciones izquierdistas-trotskistas" en unos o "derechistas-bujarinistas" en otros sin que ellos pudieran nunca entender de qué iba la acusación. Era indiferente: con su acendrado sentido de la igualdad comunista, Stalin los hacía fusilar a todos.
No está sugiriéndose aquí, líbrennos los dioses, que haya algún vínculo entre González y Stalin, al menos no con la claridad con la que él establece lazos entre los independentistas catalanes y los nazis. Simplemente se pretende señalar que esa aparente facultad crítica (de krinein, "separar", "discernir", en griego) no está tan clara como puede parecer. Allá por los años de 1920, como una especie de adelantado gonzalesco, Lenin escribía uno de sus incendiarios panfletos, El izquierdismo, enfermedad infantil de comunismo. En 1968, Daniel Cohn-Bendit le enmendaba la plana con otro titulado El izquierdismo, remedio a la enfermedad senil del comunismo. Ya se ve, pues, que esto de encontrar un centro objetivo, distinto de la voluntad del líder que dice que el centro es él, como el Estado era Luis XVI y el milagro José María Aznar, es cosa harto complicada.
Además de ser impreciso, el discurso centrista de González no es acertado. Es fácil, sí, contraponer el izquierdismo de Podemos al inmovilismo del PP (aunque no nombre a ninguno de los dos) y fabricarse una posición equidistante. Es fácil, falaz e injusto. En primer lugar el "inmovilismo" del PP no es tal sino un feroz ataque ultrarreaccionario, catolicarra y neofranquista contra los derechos de los trabajadores y los más débiles en general, protagonizado por una banda de ladrones. En segundo lugar, apareció mucho antes que Podemos, ya en noviembre de 2011. Podemos, por su parte, ha aparecido mucho después y como respuesta a la necesidad que experimentan los sectores sociales agredidos de defenderse, a la vista de la inactividad, la complacencia, cuando no la complicidad del PSOE con el ataque de los neofranquistas.
Otra prueba de esta falta de razón y de este juicio erróneo de González se observa en sus consideraciones sobre Cataluña, a la que tampoco menciona. Después de haber hecho mangas capirotes en los últimos años con sofismas inadmisibles sobre el derecho de autodeterminación de Cataluña y su condición nacional, González ignora que el acelerón hacia la independencia que han experimentado los catalanes ha sido resultado de la actitud recentralizadora y estúpidamente catalanófoba del PP. Venir a estas alturas con ofertas de reformas constitucionales para detener el proceso independentista es algo lamentablemente obtuso y anacrónico. Aquí se necesita algo más que una reforma constitucional. Los catalanes no quieren vivir al albur de que una mayoría pasajera dé un poder absoluto a un partido de bribones dispuestos a asaltar Cataluña y por eso, ahora, quieren irse. Dé una vuelta el señor González por Cataluña y advierta lo absurdo de su pretensión.
Añádase a todo lo anterior que el ánimo centrista de Felipe González no es en modo alguno el de Pedro Sánchez, mucho más anclado en la derecha del una, grande, libre.