Hace siete años, el Museo Reina Sofía dedicó una retrospectiva a Alberto García-Alix titulada De donde no se vuelve, con temática acorde al título y que Palinuro comentó en su día: El viaje sin retorno de García-Alix. Ahora, la Tabacalera de Madrid, esa original construcción en mitad de Lavapiés, en Madrid, acoge otra con la última producción del fotógrafo desde 2009 a hoy. Si, como él mismo dice, "la fotografía es iconografía de muerte", estas obras son las de un superviviente. Por cierto, la Tabacalera, destartalada, descuidada, abandonada, me parece un entorno bastante mejor para exponer la obra de este continuador de la vieja y olvidada movida madrileña, que el medio más lujoso del Reina Sofía.
En esta ocasión, este veedor descarnado de los andurriales de la vida expone ochenta y tantas imágenes (y un vídeo que las recopila y narra en su propia voz) salidas vaya uno a saber de dónde; de sus andanzas, de sus sueños, sus pesadillas, sus amistades, sus fantasías y temores.
No existe hilo conductor o tema unificador y, sin embargo, sí los hay. Cada foto está acabada en sí misma, produce un impacto propio y todas están recorridas por una fuerza interna, una impronta que nos hace reconocerlas como partes sin partes de un modo personal de echarse la realidad a la cara. Hay imágenes inquietantes, desconcertantes y algunas francamente duras. Se expresan de golpe, en una relación directa con el espectador, o se retuercen en volutas simbólicas, como esas sombras de motos interpretadas por este motero impenitente.
Las alusiones, las perspectivas sorprendentes, los escorzos inverosímiles añaden malicia, sarcasmo, cinismo a una fotografía en despiadado blanco y negro sin concesión a ningún tipo de sentimentalismo. Eso sin contar las veces en que el título de la imagen funciona como una reflexión condensada que nos enseña a ver lo que no estábamos viendo.
Los retratos, los muchos retratos aquí recogidos, todos tienen algo extraño, un elemento que sin duda les pertenece pero parece proyectado sobre ellos por el ojo del artista a través de la cámara. Uno piensa que así podrían ser las fotos que Francis Bacon encargaba para trabajar después sobre ellas, creando sus propias interpretaciones. Hay un retrato, un primer plano de Agustín García Calvo, seguramente uno de los últimos que se le hayan hecho en el que está resumida toda un vida. Y, por supuesto, los autorretatos, el que ilustra la presentación de la exposición, otro de un niño demediado, espeluznante, el que se incluye aquí, humanización terrible del grafitti, como si fuera una especie de broma de Basquiat. Es difícil mantener la ecuanimidad y la tranquilidad frente a estas verdadeeras agresiones visuales.
Y así es toda la exposición, el conjunto de la obra de este artista que lleva todo el cuerpo tatuado, como personificación del hombre ilustrado, de Ray Bradbury, condensación icónica del saber de la humanidad.
Vayan a ver a García-Alix; es el impacto de la verdad, aunque la exposición se titule "un horizonte falso".