Aquí mi artículo de hoy en elMón.cat titulado Un pacto contra Cataluña Supongo que no tardarán en oírse airadas voces diciendo que no hay derecho a identificar a Cataluña con los separatistas y que hay muchos catalanes, millones de catalanes, para los cuales el pacto no solo no es "contra Cataluña" sino, al contrario, a favor de Cataluña, Cataluña la buena, la que no quiere romper con quinientos años de historia en común. Pasa siempre en el debate político: mi patriota es tu terrorista y mi terrorista es tu patriota y como esta dualidad fundamental de opiniones en materias esencialmente opinables no se resolverá jamás, más vale dejarla estar sin mayores miramientos. Palinuro no obligará nunca a otro a emplear los términos con sentidos que no desee y sostiene su derecho a hacer lo mismo. Empleo las palabras dentro de los cuadros de significados que comparto con otras personas. Por supuesto, coincido con Wittgenstein cuando decía que usamos las palabras como queremos y luego quizá no sorprendamos de los efectos que producen en otros. Así es y, en consecuencia, después, que cada cual proceda como le parezca bien.
Al día siguiente de firmarse el acuerdo entre PSOE y C's, Rivera tuiteaba que Podemos no quiere el pacto porque impide cualquier referéndum secesionista así como prohíbe que se suban lo impuestos. Imposible resumir mejor en 140 caracteres el fondo del pacto en sus dos puntos esenciales: contra la independencia de Cataluña y contra una política fiscal redistributiva. No lo digo yo; lo dicen los firmantes: es un pacto contra Cataluña.
Aquí la version castellana:
Un pacto contra Cataluña.
Es típico de orates y seguidores de magias y cultos vudú negar la realidad a base de conjurarla con hechizos. Los problemas desaparecen echándoles vade retros, fórmulas y encantamientos esquinados que solo ellos conocen.
En los 66 densos folios de propósitos celestiales que llaman Acuerdo para un gobierno reformista y de progreso, esto es, el pacto de legislatura que han suscrito el PSOE y Ciudadanos, no hay una sola mención explícita a Cataluña, pero sí una implícita, muy concreta y rotunda, una prohibición y jaculatoria general dirigida contra los réprobos y rebeldes independentistas catalanes y es cuando, sin venir a cuento, al final del voluminoso acuerdo, se lee que ambas fuerzas se juramentan, como si fueran los horacios y los curiacios, a oponerse a todo intento de convocar un referéndum con el objetivo de impulsar la autodeterminación de cualquier territorio de España.
No hace falta ser buen entendedor para saber de quién se habla aquí. No hace falta ser ni entendedor siquiera porque ese párrafo es una bofetada, un mazazo. Por si hubiera alguna duda y porque Rivera cree que los lectores tienen su mismo coeficiente intelectual, lo aclara en un tuit: A Podemos no le gusta el acuerdo de gobierno, porque no habrá referéndum separatista y no se suben impuestos a la clase media trabajadora. La esencia misma del pacto definida en los gracianescos 140 caracteres: el pacto va contra Cataluña y contra una política fiscal redistributiva.
Las dos partes firmantes sostienen que, dado el tamaño del ratón que sus montes han parido, todos los demás partidos deben sumarse al pacto por amor a España. A su juicio, el PP ha de hacerlo porque, en el fondo, están diciendo lo mismo y Podemos debe también hacerlo para no coincidir con el PP si este, desoyendo su espíritu patrio, vota en contra. O sea, si Podemos coincide con el PP votando en contra hace mal; pero si coincidiera votando a favor, haría bien. Es lo que se llama el teorema de Sánchez-Rivera.
Resulta sorprendente que unos partidos serios, dinásticos, firmes pilares del orden constitucional actúen con tal nivel de primitivismo, como movidos por fantasías de omnipotencia infantil. Hay algo neurótico, por no decir psicopático, en esa obstinación por negar de cuajo derechos democráticos a una minoría nacional de siete millones de habitantes, por ignorar que el Estado tiene un problema serio de escisión de un territorio que supone el 15 % de su población y un 20% del PIB total, el único problema que amenaza realmente el statu quo del sistema de 1978.
En el caso de Rivera ese problema se entiende con relativa facilidad, es una relación de odio edípico hacia su patria, que lo lleva a querer destruirla cercenando el uso de su lengua y su cultura para asimilarse a la impuesta. Es la catalanofobia del catalán converso, la misma que en el fondo animaba a Pla y Deniel y otros catalanes que viven su condición nacional como un estigma; y, como todos los conversos, es más papista que el Papa y más español que Millán Astray.
En el caso de Rajoy también se entiende: digno representante del ocaso de una oligarquía incompetente que ha conducido España al hundimiento y el descrédito en que se halla, cree que la política consiste en escalar puestos en una jerarquía orgánica como la de su partido, hecha de servidumbres personales y en marrullear con artimañas de leguleyo para conservar un régimen estrafalario y anacrónico, hecho de una podrida alianza del trono y el altar con una pátina europeísta.
Pero ¿qué decir de Pedro Sánchez, teórico representante de una idea más abierta, socialdemócrata, progresista de España, y capaz de entender la riqueza de su intrínseca variedad, para cuyo florecimiento tiene preparadas unas recetas federales? Está aun más claro: así como Rivera ostenta el comportamiento del cipayo agradecido por las atenciones de la metrópoli, Sánchez es el portaestandarte del Imperio, claro varón de Castilla, para quien en España solo hay una nación, un pueblo, un líder (él) y una bandera, la borbónica, impuesta por los vencedores en un golpe de Estado con consecuencia de guerra civil.
Han pasado seis años (a partir de la inepta sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 negando a los catalanes su condición nacional) de crescendo independentista en Cataluña, que ha llevado a esta al borde de una declaración unilateral de independencia en una actitud de consistente enfrentamiento y conflicto con el Estado. Para el actual presidente del gobierno en funciones cuyas dificultades de comprensión de la realidad circundante son de todos conocidas, esta ebullición independentista es una algarabía. Obviamente, lo que no sea la ley y el orden contenidos en el marco de la Ley Mordaza es una algarabía. Lo alarmante es que toda la oferta para un gobierno de cambio y progreso que proponen los partidos que los hacen suyos, sea una seca y tajante negativa a aceptar que los catalanes puedan ejercitar un derecho democrático que ejercitan otros pueblos de nuestro entorno sin mayores dificultades. Porque eso quiere decir que los partidos dinásticos, pilares de la tercera restauración, carecen de recursos para impedir el definitivo fraccionamiento del país que no sea la mera aplicación de la fuerza bruta.
En el caso de Ciudadanos, un partido creado exprofeso para cortocircuitar la independencia catalana desde Cataluña, el asunto no plantea dificultades. Lo extraño parece ser el comportamiento del PSOE. Que su sucursal catalana está ya al borde de la extinción forma parte del saber convencional. Lo que quizá no esté tan claro es que, al someterse al nacionalismo español más cerril de Sánchez, identificado en esto con su mentor Rubalcaba, el PSOE también va camino de su destrucción.
La dirección socialista actual no es capaz de ver que el país, España, ha cambiado, que la población no responde ya al primitivismo de cuarto de banderas que los nacionalespañoles le atribuyen. Los gestos de rotunda afirmación nacional de Sánchez, además de ridículamente bombásticos, chirrían en cualquier oído democrático: su lema electoral hace unas fechas de ¡Más España!, su flamígero ondear de la roja y gualda en cualquier ocasión, su inicuo “homenaje” a Lázaro Cárdenas en México con una ofrenda con esa misma bandera contra la que Cárdenas luchó toda su vida, atestiguan un nacionalismo español tan obtuso como el de la derecha tradicional. Y su última lamentable manipulación de apropiarse de la imagen de Pablo Iglesias Posse para recabar el voto de la militancia para este lamentable acuerdo, muestran que, al nacionalismo español, une una absoluta falta de escrúpulos respecto a la coherencia ideológica de la tradición socialista, convertida en puro marketing.
Una vez más se prueba que aquellos a quienes los dioses quieren perder, primero los vuelven ciegos.