Mas se ha sumado al alud de respuestas que ha cosechado la carta de Felipe González en El País. Firman la suya asimismo Romeva, Forcadell, Casals, Junqueras, Llach, Bel y Forné. Con tanta gente, más que epístola, el escrito es un manifiesto. Podía ser el de Junts pel Sí de no ser por la ausencia de Reyes. Ojo al dato porque canta.
La carta de González que El País publicó casi haciéndola suya, era muy pobre literariamente hablando; sus argumentos, manoseados y con muchos sofismas; sus metáforas, groseras e injustas y sus amenazas, inaceptables, al menos en opinión de Palinuro en una respuesta titulada El cartero del Rey. Pero eso no obliga a que la respuesta de los catalanes, sobre todo si es manifiesto, tenga el mismo lamentable nivel. Los manifiestos exigen más altura, mejor y más elegante estilo, brillantez, fuerza y valor.
Pero no es el caso. El estilo es pobre, apelmazado, repetitivo y algo ñoño. Y su argumentación en torno al concepto metafísico de Cataluña cual sujeto hipostasiado dotado de atributos humanos como la voluntad, la paciencia, el dinamismo, la tolerancia y una lluvia de virtudes e idealizaciones convierten el texto en un panegírico algo estomagante. Son dos fallos tan garrafales que dan pie a El País a editorializar en contra y a aprovecharlos para cuestionar y rechazar el fondo de la carta de Mas et al., que es lo que le importa. La cuestión del lamentable estilo salta a la vista, desde luego, pero no cabe ignorar que el de la carta de González era igual o peor. Resígnese El País a la realidad de que en España hace ya mucho que los políticos no saben hablar y menos escribir.
En cuanto al ente de razón Cataluña, a El País le molesta que los firmantes de la carta se arroguen su representación excluyendo a quienes no piensen como ellos. Y ciertamente no es enteramente de recibo. Han sido y son muchos los catalanes que han defendido una idea de Cataluña opuesta a la de los firmantes. Catalanes eran Balmes, Torras i Bages, Cambó, Pla y Deniel, López Rodó, etc. Desde la posición de la carta, Cataluña no se limita a ser una realidad geográfica en la que habita un pueblo, sujeto de derechos, que debate asuntos de interés colectivo, siendo uno de ellos la autodeterminación nacional. En la retórica de la carta es un ente metafísico que atraviesa la historia con una especie de programa de origen celestial en pro de la libertad, la cultura y la democracia. Una quimera.
El País se siente agredido con la expresión de "libelo incendiario" con la que Mas califica el escrito de González ya que, dice, el periódico no publica "libelos". Desde luego quizá la expresión libelo incendiario sea excesiva. Todo lo más parece un panfleto algo chamuscado. La comparación con nazis y fascistas, que González ha intentado mitigar luego en La Vanguardia echando mano del concepto de "fascistización", que debe de venirle de sus lejanas lecturas poulantzianas, no da para libelo. Mero panfleto o pasquín.
El grueso de la andanada de El País en contra del independentismo se dirige, como siempre contra Mas porque su táctica es clara: no reconocer en el independentismo el carácter de movimiento de amplia base social sino enfocarlo en la personalidad de Mas. Acusa a este de abuso de poder, de ir contra la legalidad, de confundir sus deberes como presidente de la Generalitat con sus pronunciamientos políticos partidistas, de poner los recursos de la Comunidad Autónoma al servicio de su proyecto político y de ignorar que él es el representante del Estado en Cataluña.
Curiosamente, si se toman las acusaciones al pie de la letra podrá verse que encajan en la persona del presidente del gobierno, Mariano Rajoy: abuso de poder permanente, ignorancia o cambio arbitrario de las leyes a su antojo, confusión de deberes de presidente del gobierno e intereses de presidente del partido, expolio permanente de los recursos públicos para metérselos en los bolsillos la legión de corruptos del PP e ignorar que es el representante del Estado en España y fuera de ella. Sin embargo, El País, que yo sepa, jamás ha alzado la voz para exigir a Rajoy, el presidente de los sobresueldos y a su partido, una presunta asociación de delincuentes, un comportamiento como el que exige a Mas y los catalanes. Quizá estole ayude a comprender por qué Mas dice que el Estado trata a los catalanes como súbditos, desde el momento en que él también lo hace.
Y eso es lo que la carta debería hacer valer. Eso y más cosas, en lugar de volver al tono lacrimógeno del eterno victimismo. Los textos firmados por los independentistas no tienen por qué arrogarse representaciones ideales, pero sí la de la opción independentista que, de ser reclamada por la mayoría de la población pacífica y democráticamente, se configura como un derecho de esta a constituirse en una comunidad política propia con el alcance y las competencias que soberanamente decida.
Es verdad que la carta concluye que ya no hay vuelta atrás y que ningún Tribunal Constitucional ni gobierno podrá coartar esa voluntad democrática. Pero ese enunciado no tenía que ser la conclusión, sino el planteamiento de arranque. Porque el ejercicio del derecho de autodeterminación no es la consecuencia del sistemático, histórico, fracaso del intento de encontrar un "encaje" de Cataluña en España sino de la circunstancia de que se trata de un derecho originario de la nación catalana.
Esa condición nacional catalana es, como bien se sabe, controvertida. El TC no quiere ni oír hablar de ella y Felipe González ha acabado admitiéndola a regañadientes. Pero eso no es algo compartido. En el propio PSOE hay gente -por ejemplo, Emiliano García Page- para quien en España solo hay una nación, la española y el partido en su conjunto, temiendo una división interna, ha aplazado el debate nacional.
Con lo visto, está claro que, en lugar de citar agravios y recurrir a excusas, el manifiesto de los independentistas debe empezar por hacer valer el derecho incuestionable de los catalanes a decidir su futuro. Aquí y ahora. El futuro que la mayoría marque, sin necesidad de justificarlo más que en su propia decisión. Eso es un pueblo libre.