dimecres, 15 d’octubre del 2014

¿Es Cataluña España?

¡Qué peligrosas son las imágenes! No valen solo por mil palabras, sino por millones, por discursos, por libros y tratados. Ahí está España amputada de Cataluña en los televisores de los alemanes. Lleva dos días navegando por twitter. Imagino que las autoridades habrán protestado aunque, como el jefe no habla idiomas, quizá no la hayan visto. Según parece, la televisión alemana ha asegurado que se trata de un error. Ignoro en qué se pueda errar aquí. España figura sin Cataluña. ¿O es una forma algo germánica de decir que el perro, el ébola y el frasco son cosas españolas pero no catalanas? Sería una ofensa a la autoestima española, además de un error. Si es un error, responde a una percepción creciente en Europa de que la cuestión catalana es honda y puede acabar en separación porque, en definitiva, Cataluña no es España. Llevan años viéndolo en muchas grandes competiciones deportivas internacionales en un idioma universalmente comprendido menos en La Moncloa: Catalonia is not Spain y, poco a poco, va tomando cuerpo la idea, va visualizándose, hasta que, por fin, se fija en una imagen. Así se forman las ideas, los conceptos, al menos algunas y algunos. Cataluña no es España, cosa que los españoles no parecen entender y, por lo tanto, no saben refutar.

Tómense las cuestiones que monopolizan el ámbito público, la discusión colectiva, la controversia en los medios, los debates parlamentarios, las polémicas de intelectuales y comunicadores, la opinión pública. En España estas son los casos de las tarjetas opacas de Caja Madrid y el ébola. En Cataluña, la cuestión nacional.

Las tarjetas, muy oportunamente bautizadas black, como el príncipe de las tinieblas, son una mezcla de picaresca tradicional y latrocinio de guante blanco que abarca la totalidad del espectro social, político, profesional. Afecta a sindicalistas, políticos, bancarios de alto copete, abogados, profesores, empresarios, hombres y mujeres, socialistas, comunistas, conservadores y gentes del buen vivir. Por supuesto en proporciones adecuadas al talante capitalista y patriarcal de los cerebros que idearon esta especie de sociedad de aprovechateguis. Todo ello, muy pintoresco, es un filón para aceradas plumas periodísticas que sacan chispas a los gastos de estos 86 tarjeta-men. Pero además tiene mucha importancia por dos razones: en primer lugar porque apunta a un comportamiento ilícito o no, eso se verá, pero en todo caso inmoral y organizado, con muchos vínculos con las instituciones; en segundo lugar porque estalla en un momento en que el gobierno anda agitando por enésima vez el cartel de regeneración y la transparencia democráticas y ya le ha restado el escaso crédito que merecía.

Incidentalmente, sirve para mostrar que la izquierda no es la derecha, ni siquiera esta izquierda socialdemócrata tan vilipendiada. El PSOE ha expulsado a sus militantes cardcarriers y Comisiones Obreras abierto expediente a los suyos. El PP no ha hecho absolutamente nada. Media docena de cargos públicos ha presentado la dimisión y a alguno lo han puesto en la calle en circunstancias verdaderamente escandalosa. El resto, y son como cincuenta o sesenta, ni pío. Nadie ha señalado a Rato el camino de la puerta. Pero hay más, en pleno ejercicio de transparencia, el partido del gobierno impide que se constituya una comisión parlamentaria de investigación sobre los plásticos manirrotos y, ya puesto, también ha bloqueado una comparecencia pedida del presidente para explicar el asunto del ébola. El señor Arturo Fernández, presidente de la patronal madrileña y miembro de la CEOE, dice que dimitirá de sus cargos cuando Dios sea servido o, como diría la inimitable Cospedal, en diferido. Y los economistas pueden pedir a gritos la dimisión de su decano de Madrid, Juan Iranzo. Para un hombre que, pillando los euros a decenas de miles, argumenta que se debe suprimir el salario mínimo, las peticiones de dimisión se dan en frecuencias que su oído no capta.
 
Las tarjetas son como haces de luz sobre un mundo hasta ahora oculto y tan negro como ellas, no ya de mangoneo, de despilfarro, sino directamente de cachondeo, con fotos incluidas preferentemente en fines de semana que habrán sido inolvidables. El mundo en que vivían los responsables de gestionar la cuarta entidad financiera del país puesta al servicio de sus caprichos. Los que la han quebrado, arruinando a miles de gentes y expoliando a la colectividad 22.000 millones de euros. Es una metáfora de la crisis/estafa y ha acabado con la esperanza del gobierno de recuperar algo del terreno perdido en la estima popular.

Se añade a las tarjetas el increíble episodio del ébola, el conjunto de disparates que una manga de inept@s y prepotentes ha perpetrado al enfrentarse a un problema del que no sabían nada y para el cual precisaban de unos recursos que no tenían o que, habiéndolos tenido, malvendieron por ahí en cumplimiento de sus dogmas de privatización, o sea, apropiación privada de lo público, una confiscación a la inversa. De la clamorosa incompetencia de la ministra no cabe decir nada que no se haya dicho ya en todas partes, salvo maravillarse al ver que una persona en esa situación no haya dimitido ya y se haya disipado en el aire de la sierra. Pues ahí va del brazo con ese consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid que parece una mezcla del capitán Haddock de Tintín y Oliver Hardy y cuyo comportamiento está en línea con el de sus antecesores: todo lo que toca, lo desbarata.

En verdad el episodio del virus mortal, parece que de evolución prometedora, pudo ser catastrófico y, si no lo ha sido, se debe a la santa Providencia, siempre amparadora de los pobres de espíritu. Pero, como tiene esa fuerte repercusión internacional, con todos los países mirando a la Península por si se reproduce una epidemia al estilo de la mortífera gripe española, no hay más remedio que hacer como que se hace algo, aunque no se sepa qué, tener a las autoridades haciendo declaraciones y echando pasto a los medios como si fuera información para tranquilizar al personal dentro y fuera del país. De la tarea se ha encargado la vicepresidenta, decisión que la propia ministra desplazada ha considerado muy acertada. A su vez, la vicepresidenta hace lo que mejor sabe hacer: contar trolas, para lo cual reúne con frecuencia a los medios de comunicación y les coloca sus fábulas sobre lo que están haciendo. Es típico. El gobierno no hace sino que dice que hace.

En las dos cuestiones se concentra casi toda la acción de las autoridades españolas.

En Cataluña la situación es muy otra. El debate público está monopolizado por la cuestión nacional, que Palinuro viene analizando con frecuencia. Aquí se habla de derechos, autodeterminación, independencia, democracia, nación y otros conceptos abstractos en discusiones apasionadas sobre legitimidad, legalidad, desobediencia, historia, identidades colectivas, etc. Cierto, de vez en cuando aparece un elemento del realismo esperpéntico hispánico, no exclusivamente español, y se descubre que el Molt Honorable Pujol pudiera ser otro pillastre. Pero queda enseguida superado por la agitada vivencia nacionalista en la que se barajan pros y contras de decisiones como la consulta o la declaración unilateral de independencia. Todas ellas mezcladas en un proyecto bastante unitario de los soberanistas, a los que aglutina un objetivo estratégico común: la independencia, la construcción de una Estado nuevo en Europa, un objetivo de amplia base social, muy transversal, con apoyo institucional y que tiene una tremenda fuerza movilizadora.

Frente a ello, Palinuro suele señalar que apenas hay discurso o debate español. El nacionalismo español tanto conservador como socialista recurre exclusivamente a una política de aplicación estricta de la legalidad con dos inconvenientes muy visibles: el primero es que la legalidad es siempre materia opinable e interpretable en función de criterios políticos previos; son estos los que determinan una voluntad y si la voluntad es negativa, la legalidad será represiva; el segundo inconveniente es que la instrumentalización de la legalidad es insuficiente cuando se plantea una cuestión de legitimidad y no por un puñado de fanáticos, sino por amplios sectores sociales, quizá muy mayoritarios en su comunidad. Afrontar el debate sobre la legitimidad mediante recurso ciego a la legalidad, implica echarse en brazos del positivismo jurídico, cuyo dominio en el pasado condujo a Europa al desastre.
Así que, resumiendo, si los españoles quieren que ese mapa de su amada España amputada de Cataluña se borre de la retina de los alemanes, si quieren que Cataluña sea España y no solo esté en España, tienen que conseguir que los catalanes quieran de grado. No a la fuerza. Porque nunca la fuerza será derecho.